Ave María Purísima; sin pecado concebida.
Ese era el prefacio de aquellas confesiones en las que los
pecados transitaban entre las celosías de los labios a los tímpanos. Era como
si un salvoconducto nos fuese exigido como paso previo a ser redimido de toda
mácula que cerraría el paso a la Gloria de la Vida Eterna si no nos habíamos
desprendido de las garras de Belcebú. Y con toda la candidez del mundo
soltábamos por la boca aquello que era o sospechábamos como pecado. No es que estuviésemos rodeados
de centinelas con sotanas a los que temer, pero sí que ante su sola visión, un
rápido repaso a nuestra conciencia se hacía preciso por si nos pillaban en
renuncio. De hecho no nos quedaba tiempo para sospechar de aquellas cuyo
parentesco las hacía próximas a los centinelas de la virtud y dábamos por
válida su dedicación al cuidado de aquellos santos varones coronados de
tonsuras. Nadie osaba poner en tela de
juicio el amor filial que se profesaban y para muchos de nosotros, las
urgencias del bajo vientre no tenían hueco en semejantes ejemplos de castidad.
Ya con el tiempo empezamos a sospechar de cuanta crueldad implicaba hacia la
propia naturaleza animal este abnegado
rechazo a la carne y todo seguía su curso. Incluso llegó a importarnos bien
poco más allá del consabido “padre de todos y marido de ninguna” con los que se
solía bromear a su costa y de ahí no
pasaba. Por si acaso, sólo por si acaso, de nuevo el refranero acude con su “nunca digas de esta agua no beberé ni este
cura no es mi padre”, a poner un interrogante sobre el buró. Hasta que los capelos se han puesto al mundo
por montera, nunca mejor dicho, y como una revisión del famoso serial “Pájaro espino” aquí se han desatado
los cíngulos y alzado las casullas. Que una Eminencia abra las puertas de su
Palacio a la propia secretaria a horas intempestivas no hay duda a qué
responde. Indiscutiblemente los informes
quedaron por redactar y los designios divinos no admiten tregua. Horas
extras no cobradas con más óbolos que el “dios te lo pague” que tanto nos suena
a los que tenemos ya una edad. Una muestra de profesionalidad por parte de la
mecanógrafa que a base de sueño cumple
con su deber sea a la hora que sea. Una
prueba irrefutable de predicamento por parte de monseñor que demuestra un celo
extremo por el cumplimiento de su misión pastoral. Una corroboración plena de
cuanto significa el acto de confesión sin más penitencia que el paso de las
horas hacia el nuevo día. Sólo a un astado caprino se le ocurriría pensar en
algo más abyecto basándose en suposiciones. Puede que cuando hizo cola ante el
confesionario en sus años púberes en algún momento de la genuflexión le
asaltase la duda sobre los poderes de aquel que se sentaba dentro a la hora de
redimirlo. Sea como fuere, hay que reconocer una evidencia. Si ya de por sí duelen los
apéndices craneales cuando te coronan, que además lo haga quien sigue
atribuyendo a una paloma la santidad de un espíritu, la verdad, resulta demasiado
cruel. Sea cuál sea el resultado final conviene recordar que las corridas ya no
se consideran en muchos sitios fiestas nacionales; y las de toros, tampoco.
Jesús(defrijan)
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