Florencia (capítulo III) A la mañana siguiente
Entre brumas y rayos luminosos nuestros pasos sortearon las
calles hasta El Duomo. Visita obligada a la catedral en cuyo subsuelo las
criptas hablan de antepasados presentes y sobre los que la inmensidad de la
cúpula eleva creencias. Un cuadro en uno de los laterales homenajea a Dante y
la fusión de blancos con verdes realza la hermosura del conjunto. Unas calles
más allá, la Academia. Y en ella, a modo de receptor supremo, David. Hermoso como
pocos sustentando todo el peso de su belleza sobre uno de sus pies y hablando a
las claras de la genialidad autora de Miguel Ángel. A ambos lados, salas
repletas de cuadros y el taller donde los aprendices tuvieron que sortear el
gozo de ser alumnos privilegiados con la tristeza de no ser capaces de superar
al maestro. Esculturas funerarias en las que las simetrías hablaban del
Renacimiento y las medio terminadas como
sello de un resultado tan provechoso como digno de lástima. De nuevo a la calle
y sumándose a la oferta una librería que mostraba la genialidad total desde la
vertiente de Vinci. Obras precursoras de los artilugios navales o aéreos que
sólo Leonardo fue capaz de anticipar siglos antes de su puesta de largo y ante
los que el asombro de la mediocridad de cualquier mente se postra para rendirle
reverencia y así se hizo. Minutos después el olor a cueros repujados llegando
desde el Mercado de la Paja mostrando el lado cosmopolita que todo el
Mediterráneo ofrece más allá de las fronteras trazadas por miedos. Y al otro
lado del río, el Palacio Pitti en el que caminar atropelladamente entre el gentío ansioso de empaparse de
arte. La joyerías abiertas sobre el
puente y en ellas la cruda realidad de saberlas fuera de tu alcance. Y metros
más a la izquierda, los Uffizi dejando
clara la idea de dónde estábamos y del acierto tenido al elegir semejante
destino. Arte sobre arte envuelto en arte capaz de sobrepasarte como una
apisonadora y dejarte sin aliento. Salir de allí con la sensación de haberte
perdido en la inmensidad del tiempo y haber nacido en la época equivocada fue
todo uno. Las puertas cerradas de la iglesia de la Santa Cruz nos evitaron
sucumbir definitivamente a la vez que nos mostraban el reclamo a una nueva
visita. Cincuenta años esperando habían valido la pena y el billete de regreso
llevaría impresa una nueva fecha de retorno a quien desde ya, se hizo
inolvidable.
Jesús(defrijan)
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