viernes, 18 de diciembre de 2015


Eurodisney  ( capítulo IV)

Y ya era la tercera vez que cruzaba el umbral de los dibujos animados vivientes. Ratones, perros, osos, patos y un innumerable parque de fieras dóciles sobre las que se depositaba un disfraz para hacer real lo que real es en la fantasía infantil. Princesas, sirenitas, piratas buenos, brujas perdedoras, luces  voladoras, todo, todo, encaminado a la diversión de los más pequeños y el disfrute de los más mayores que vuelven a serlo por unas horas. Montañas rusas en las que el sistema óseo se expone a ser desmontado a la siguiente curva de la vagoneta minera, plácidos cruceros por el Misisipi ficticio, cánticos de muñecos interraciales, elefantes voladores que bailan al son del carrusel y el tiovivo de Camelot. La mirada del alazán de cartón volvió a cruzarse con la mía y nos retamos de nuevo. Aquella primera vez, soñándome Lancelot, sin permiso de Arturo, caí sobre  su lomo. Eran cuatro filas de équidos de menor a mayor tamaño y en acto de arrojo insensato opté por él. A ojo, calculo que mediría casi un metro de ancho y  no pude por menos que arrepentirme cuando decidí dar por terminada la cabalgada circular. Mis piernas, como brazos de un compás abierto, se negaban a recuperar su postura natural y llegué a pensarme centauro eterno. Creo  que gracias a la intercesión de algún  hada compasiva me libré de una criptorquidia permanente  mientras en las tazas giratorias se formaba una mayonesa estomacal con el menú degustado al paso del enésimo  desfile festivo. Era evidente que aquello se me escapaba y gracias al destino en la cueva de los Piratas hallé reposo. Una fiel representación de la Martinica y todos los corsarios filibusteros a ritmo de caída por cataratas  dieron por concluída la estancia en el parque. Colofón final con la cabalgata  nocturna en la que los personajes volvían a lucir galas a ritmo de melodías archiconocidas que dejaron absortos a quienes a duras penas soportaban  la caída de párpados que les tildaban como agotados. De lejos, antes de acceder al tren, el Santa Fe seguía mostrando a los aguerridos aquel bufet mejicano en el que demostrar ser dueño de un aparato digestivo a prueba de fuego. Y a la izquierda, la enésima actuación de unos camareros que por encima de las mesas bailaban a ritmo de Aretha  Franklin mientras las pizzas  se enfriaban, en los platos de plástico. París había decidido adoptar para sí al mundo de la fantasía y lo había conseguido de nuevo. 

Jesús(defrijan)

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