Eurodisney ( capítulo IV)
Y ya era la tercera vez que cruzaba el umbral de los dibujos animados
vivientes. Ratones, perros, osos, patos y un innumerable parque de fieras
dóciles sobre las que se depositaba un disfraz para hacer real lo que real es
en la fantasía infantil. Princesas, sirenitas, piratas buenos, brujas
perdedoras, luces voladoras, todo, todo,
encaminado a la diversión de los más pequeños y el disfrute de los más mayores
que vuelven a serlo por unas horas. Montañas rusas en las que el sistema óseo
se expone a ser desmontado a la siguiente curva de la vagoneta minera, plácidos
cruceros por el Misisipi ficticio, cánticos de muñecos interraciales, elefantes
voladores que bailan al son del carrusel y el tiovivo de Camelot. La mirada del
alazán de cartón volvió a cruzarse con la mía y nos retamos de nuevo. Aquella
primera vez, soñándome Lancelot, sin permiso de Arturo, caí sobre su lomo. Eran cuatro filas de équidos de menor
a mayor tamaño y en acto de arrojo insensato opté por él. A ojo, calculo que
mediría casi un metro de ancho y no pude
por menos que arrepentirme cuando decidí dar por terminada la cabalgada
circular. Mis piernas, como brazos de un compás abierto, se negaban a recuperar
su postura natural y llegué a pensarme centauro eterno. Creo que gracias a la intercesión de algún hada compasiva me libré de una criptorquidia
permanente mientras en las tazas
giratorias se formaba una mayonesa estomacal con el menú degustado al paso del
enésimo desfile festivo. Era evidente
que aquello se me escapaba y gracias al destino en la cueva de los Piratas
hallé reposo. Una fiel representación de la Martinica y todos los corsarios
filibusteros a ritmo de caída por cataratas
dieron por concluída la estancia en el parque. Colofón final con la
cabalgata nocturna en la que los
personajes volvían a lucir galas a ritmo de melodías archiconocidas que dejaron
absortos a quienes a duras penas soportaban
la caída de párpados que les tildaban como agotados. De lejos, antes de
acceder al tren, el Santa Fe seguía mostrando a los aguerridos aquel bufet
mejicano en el que demostrar ser dueño de un aparato digestivo a prueba de
fuego. Y a la izquierda, la enésima actuación de unos camareros que por encima
de las mesas bailaban a ritmo de Aretha
Franklin mientras las pizzas se
enfriaban, en los platos de plástico. París había decidido adoptar para sí al
mundo de la fantasía y lo había conseguido de nuevo.
Jesús(defrijan)
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