VENECIA (capítulo II): Las islas
De entre el más de un centenar de islas que
conforman Venecia, la ruta obligatoria incluyó a Murano, Burano, Lido y Torcello. Surcando las aguas
el vaporetto se encarga de trasladarnos
a cada una de ellas y encontrarnos con la esencia primigenia de Torcello bajo
su vestimenta románica en la que se adivinan las oraciones bajo los claustros
porticados. De frente hemos disfrutado del policromismo que Murano aporta a sus cristales desde los
tubos que inflan a los pulmones capaces de exhalar bellezas. Las fraguas a
pleno rendimiento para dejar constancia de la creatividad eólica antes incluso
de que la creatividad cobre vida más allá de la imaginación del soplido que las hace suyas. Auténticas filigranas que
irradiarán reflejos a modo de luminarias en las estancias que las adopten como
afortunadas víctimas sobre la soga del recuerdo luminoso. Y más allá, los
caballitos rampantes, los payasos con la mirada tristemente alegre y todo
tipo de motivos decorativos basados en el recuerdo que regresará con nosotros
camino de Burano. Allí, un nuevo campanile inclinado hablará de movimientos
sísmicos capaces de vencer a la verticalidad sin llegar a derrotarla por más
empeño que ponga en semejante tarea. Todo esto acariciando al canal por el que
las infinitas variedades de las fachadas pintadas hablarán de apellidos sin
necesidad de mencionarlos. Barcas que regresarán con los frutos del mar
dispuestas a dejarse vaciar mientras desde los escaparates los encajes compiten
en atención con las capas negras que darán lustre a los dignatarios pretéritos
venidos al presente en la bufonada anual. Y más allá, la alfombra roja
enrollada a la espera de unirse a la fiesta del cine sobre las arenas del Lido.
Un nuevo visionado de aquella obra imprescindible que Thomas Mann pariese y que
Luchino Visconti
convirtiese en arte y que habla
de la caducidad del ser y la inmortalidad del deseo por la belleza de la mano
de un atribulado Dirk Bogarde que
perece en sus arenas como clon del desespero. Un regusto amargo que quedó a
popa sabiendo que tal destino sólo lo logra evitar la visión alegre de la vida
más allá de los sinsabores, más allá de
las esperanzas baldías, más allá de las ilusiones perdidas en el tiempo. Caía
la noche y la silueta de la Catedral volvía a ofrecerse a nuestros ojos. La
Plaza se convirtió en un hormiguero y la multitud fue ocupando su puesto no
asignado bajo el atuendo que hablaba de vísperas. Sobre el arco celeste, un
hilo funicular aguardaba su turno.
Jesús(defrijan)
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