viernes, 11 de diciembre de 2015


ROMA (capítulo II): Quo Vadis?

Repuestas las fuerzas, llegó el momento de acceder a la grandiosidad que la ciudad guardaba para dar testimonio de la perfección hecha belleza. De ahí que como si fuésemos jacobeos en mitad del exilio sinaíta, llegamos a los pies del mármol sobre el que las manos del genio supieron ver a Moisés. Barbas cinceladas y venas extraídas de la piedra para dejar bien a las claras la imperiosa necesidad de exigirle voz para hacerla real. Y cruzando por enésima vez las calzadas traspasamos las fronteras hacia la columnata de San Pedro que circulaba como cerca del redil al que la divinidad encargó cuidar antes de ser crucificado. Colas interminables a las que sumarse para recorrer las líneas del tiempo en los que la fe se vistió y sigue vistiendo de ostentación para lanzar a los comunes las incógnitas del  porqué la distancia entre lo primigeniamente predicado  y lo permanentemente exhibido podían formar un todo creíble desde la racionalidad. Lujo y poderío bañado en incienso y que periódicamente la Paloma Santa se encarga de inclinar hacia una u otra tendencia en mitad de la Capilla Sixtina. Allí, forzando la cerviz, la inmensidad del Eterno hecha frescos intentando minimizar la condición humana y reclamando un acto de contrición permanente. Fuera, más allá de los corredores plagados de audioguías, la presencia de los expectantes a la espera de la aparición desde el balcón principal de Su Santidad para dar testimonio gráfico de haber estado ante sus ojos por más diluído que fuese su perfil entre la multitud. Ya se encargaría la Boca de la Verdad de apostar por la misma cuando introdujésemos la palma en ella sin saber que la auténtica verdad nace y muere en nosotros mismos.  Quizás era preciso un paseo por el Trastevere para descender  a pie de calzada mientras la Plaza Navona se vestía de artista callejera como hospicio de aquellos que aún tienen su nombre camuflado en la inmensidad. En las proximidades, el Panteón, testigo de un tiempo que sabía a perfección  y hablaba de Adriano.  Y el Coliseo rememorando los torneos en los que la lucha a muerte entre fornidos espartacos,  sirvieron de regocijo al pueblo cada vez que el Poder sospechaba revueltas y al grito de “pan y circo” calmaba sus inquietudes. Sangres derramadas en  pos de la supremacía que se busca  a costa de cualquier precio.  Quizás las Catacumbas podrían responder mejor a la pregunta que ninguno de los adoquines romanos quiso o supo desvelar. Mientras caía la tarde, un nuevo vuelo de aves surcaba el cielo y la escritura premonitoria batió las alas anunciando un próximo regreso.



Jesús(defrijan)

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