jueves, 10 de diciembre de 2015


ROMA (capítulo I): Ciudad abierta

Sucia. Esa fue la primera sensación que me llegó nada más entrar en el dominio de las siete colinas. Quizás la visión cinematográfica que  tantas sesiones nos deparó a lo largo de los años nos mostró la imagen que a todas luces difería de lo que ante mis ojos se mostraba. El caos del tráfico y la anarquía de los conductores venían a sumar deméritos a  la que fuese capital del Imperio dominante en el Mare Nostrum. De modo que el único consuelo que se nos presentaba era el de intentar camuflarse entre sus vías y buscar los detalles que hablasen para bien de la Ciudad Eterna. La Plaza de España con su escalinata soleada nos recibía mostrando un pasado que nos sonaba a familiar y en la Plaza del Pueblo la confluencia con la Vía del Corso nos remitía al fondo hacia la escalinata de acceso a la tumba de Víctor Manuel con su pebetero siempre flameante. Un piano de peldaños que nos pareció próximo y llegó agotarnos antes de llegar a sus inmediaciones. De hecho buscamos acomodo por las callejuelas que buscaban el rumor de la Fontana de Trevi en la que Marcello  Mastroianni seguía a la caprichosa Anita Ekberg  en sus movimientos voluptuosos que sólo a las diosas  les  son permitidos. Fellini dirigiendo de nuevo, pero en esta ocasión a la multitud de transeúntes que seguíamos el rito de lanzar monedas como pago a las esperanzas por cumplir. Y en las proximidades, el Tíber, dejando pasar el tiempo para que la eternidad siga creyendo en la grandeza de su leyenda. No se divisó el vuelo premonitorio que anticipó a Rómulo como fundador de la misma. No pudimos por menos que sonreír ante los centuriones que actuaban como extras en las inmediaciones del Coliseo. No pudimos resistirnos a la tentación de intentar comprender cómo el Hipódromo desaparecido pudo albergar legendarias carreras de cuadrigas. No pudimos negarnos el hecho  de echar de menos a Cara de Ángel  a lomos de una vespa  disfrutando de la mano de Gregory Peck de sus vacaciones en la ciudad que empezaba a vestirse de luces y nos invitaba al descanso. Mañana sería otro día y buscaríamos el arte donde sólo el arte sabe buscar refugio aún a sabiendas de las críticas que llevará impresa semejante salvaguarda. No era necesario buscar entre las muñecas la hora en que nos encontrábamos; las innumerables torres campaneaban a su antojo reclamando para sí la fe que en uno de sus límites ciudadanos, lucía en su celestial apogeo.

Jesús(defrijan)

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