VENECIA (capítulo III): El Carnaval
Todo preparado para el acto inaugural en la Plaza de
San Marcos. Tiempo de espera en el que la visita a la Basílica dio muestras de
la belleza que atesoran sus paredes y dominándolo todo la cuadriga que tantos trasiegos tuvo desde
Estambul hasta París en un deseo de perpetuarse a gloria en dominador de turno.
A un costado de la Plaza, el Campanile como observatorio supremo y depositario
del homenaje a Galileo. Y sobre la línea inclinada la tirolina despierta y
preparada mientras los aguerridos hercúleos golpearán el tiempo sobre la
campana de la Torre del Reloj anunciando el inicio puntual del festejo. Vivaldi
sumándose a la fiesta a cuyo compás irá descendiendo como ángel alado la
Colombina reina de la misma ataviada a modo y manera de angelical criatura que
terminará su vuelo en el Jardín de la Alegría al finalizar las últimas notas.
Acto seguido por el desfile de todas aquellas estatuas vivas de un pasado histórico
de la ciudad en la que se pasará revista a todos los apartados que la han hecho
eterna. El barroquismo hecho vida en quienes disfrutan del ludo desde el lado
más exquisito y que se ofrecen a ser fotografías intocables con quien les
solicite posado próximo. Al otro lado, el Palacio Ducal en el que las múltiples
estancias chivaban secretos impronunciables a temor de ser recluidos en las
minúsculas mazmorras que dieron paso al
Puente de los Suspiros. Por él transcurrieron los condenados y a través de sus
cristales diminutos exhalaron los
mencionados en una cruel despedida de manos del verdugo. Sala dedicada a
guardar la virtud de aquella dama que permanecía a la espera del consorte entretenido en ganar
o perder batallas por el Mediterráneo en las que se puso de manifiesto la
perversidad de la mente a la hora de cerrar el paso al placer. De frente, al
otro lado del canal, la Basílica de la Salud luciendo orgullosa su papel de
refugio sanatorio a aquellos que tuvieron la fortuna de librarse de las epidemias
que asolaron a la ciudad. Y al otro costado el Harry,s Bar en
el que todavía se percibe la presencia de Ernest Hemingway compartiendo risas y champán con Orson Welles. Todo ello salpicado con el incesante trasiego
de gondoleros que siguen entonando la melodía que les convertirán en improvisados tenores para satisfacción de
los enamorados. Y como queriendo sumarse a la tristeza de la despedida
sobre la maleta cerrada, Charles Aznavour paliando nuestro dolor y dejándonos un poso de melancolía que no impidió humedecernos la mirada. Esta vez las máscaras
las llevábamos puestas y saltaban a la vista.
Jesús(defrijan)
No hay comentarios:
Publicar un comentario