Puede que asistir a una boda un domingo por la
tarde cuente con el hándicap de la pereza. El lunes amenaza con su pronta
llegada y el recuerdo del fin de semana es suficiente como para dejar
languidecer al ánimo hasta la noche. O puede que la llamada de Lorca golpee el
picaporte de tu desánimo y te incite a visitar de nuevo el Flumen y dejarte
llevar. Y allí comprenderás al poco de comenzar la función cómo el escenario se
convierte en un retrato fiel de la España que tan lejana nos parece y tan
presente pervive, desgraciadamente. Dos familias que arrastran lutos interiores
y los visten de lutos de conveniencias salen a la luz. El ánimo de unir sangres
y herencias provoca que sus vástagos sean marionetas destinadas a un enlace en el
que la pasión camina coja. La futura novia, la obediente novia, se deja
arrastrar a una tarea que no siente mientras su corazón late por aquel que
fuera su novio y ahora forma parte de su familia cercana. De nada sirve que ambos
se intenten ignorar cuando el palpitar les une. De poco servirán las
capitulaciones de los padres ante una decisión que creen firme, que creen
nacida del amor, y que nada en la conveniencia de la frialdad. Madrina del
novio que sigue sin sacarse el dolor que las navajas de duelos comparte
magistralmente escena con el padre de la novia que sigue soñando con ser el
patriarca terrateniente de su descendencia futura. Mujer del que fuese novio
que se debate en el torrente secano de los celos irremediablemente sabiendo que
no es amada. Y el futuro esposo que no acaba de entender los pudores y cambios
de humor de su prometida, ciego ante lo evidente. No lo quiere y por más racionalidades
que exhiba, jamás lo querrá. Irá descubriendo a través de la noche inconclusa y
nupcial, el sabor amargo de no ser correspondido. Y no lamentará el hecho de no
ser deseado; sino más bien buscará venganza bajo el estandarte del honor
quebrantado y con la ayuda de los invitados al convite emprenderán una cacería.
No ha sido capaz de entender la grandeza del sentir y la excusa del deshonor le
servirá en bandeja de plata el brillo acerado de las navajas que la luna refleja.
Sangre sobre sangre y quejidos del destino que darán como resultado el fin de
dos cuerpos rivales hacia un único corazón. El desgarro, el dolor y el negro
premonitorio como jueces de una tragedia esperada. Y allí, combinando escenas,
los pasos de baile y las sombras y luces con sabor a aceituna dando testimonio
de cómo, de nuevo, José Saiz, ha sabido llenar el patio de butacas del Flumen
de maestría. Una tarde que se presentaba anodina acabó siendo todo lo lorquiana que un domingo permite ser cuando
es dirigida con acierto e interpretada con todo el talento como el que ayer
salió a escena.
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