lunes, 21 de noviembre de 2016


Puede que asistir a una boda un domingo por la tarde cuente con el hándicap de la pereza. El lunes amenaza con su pronta llegada y el recuerdo del fin de semana es suficiente como para dejar languidecer al ánimo hasta la noche. O puede que la llamada de Lorca golpee el picaporte de tu desánimo y te incite a visitar de nuevo el Flumen y dejarte llevar. Y allí comprenderás al poco de comenzar la función cómo el escenario se convierte en un retrato fiel de la España que tan lejana nos parece y tan presente pervive, desgraciadamente. Dos familias que arrastran lutos interiores y los visten de lutos de conveniencias salen a la luz. El ánimo de unir sangres y herencias provoca que sus vástagos sean marionetas destinadas a un enlace en el que la pasión camina coja. La futura novia, la obediente novia, se deja arrastrar a una tarea que no siente mientras su corazón late por aquel que fuera su novio y ahora forma parte de su familia cercana. De nada sirve que ambos se intenten ignorar cuando el palpitar les une. De poco servirán las capitulaciones de los padres ante una decisión que creen firme, que creen nacida del amor, y que nada en la conveniencia de la frialdad. Madrina del novio que sigue sin sacarse el dolor que las navajas de duelos comparte magistralmente escena con el padre de la novia que sigue soñando con ser el patriarca terrateniente de su descendencia futura. Mujer del que fuese novio que se debate en el torrente secano de los celos irremediablemente sabiendo que no es amada. Y el futuro esposo que no acaba de entender los pudores y cambios de humor de su prometida, ciego ante lo evidente. No lo quiere y por más racionalidades que exhiba, jamás lo querrá. Irá descubriendo a través de la noche inconclusa y nupcial, el sabor amargo de no ser correspondido. Y no lamentará el hecho de no ser deseado; sino más bien buscará venganza bajo el estandarte del honor quebrantado y con la ayuda de los invitados al convite emprenderán una cacería. No ha sido capaz de entender la grandeza del sentir y la excusa del deshonor le servirá en bandeja de plata el brillo acerado de las navajas que la luna refleja. Sangre sobre sangre y quejidos del destino que darán como resultado el fin de dos cuerpos rivales hacia un único corazón. El desgarro, el dolor y el negro premonitorio como jueces de una tragedia esperada. Y allí, combinando escenas, los pasos de baile y las sombras y luces con sabor a aceituna dando testimonio de cómo, de nuevo, José Saiz, ha sabido llenar el patio de butacas del Flumen de maestría. Una tarde que se presentaba anodina acabó siendo todo lo  lorquiana que un domingo permite ser cuando es dirigida con acierto e interpretada con todo el talento como el que ayer salió a escena.        

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