Palmeras en la nieve
Se llamaba Vicenta y su deje canario siempre la
acompañó. Narraba cómo fueron sus últimos días en la antigua Guinea Española
ejerciendo de esposa del encargado de una de las empresas madereras; cómo la
salida de la colonia fue de precipitada y peligrosa; cómo un antiguo empleado
llamado Macías se convirtió en el
presidente de la nacida república; cómo echaba de menos aquellos días que tan
feliz la hicieron. De ahí que anoche, antes de entrar a la sala a presenciar la
película coetánea no pudiese por menos que recordarla y así me dispuse a revivir aquella época que
de su boca presencié. Y a fe que fue todo un acierto al elección. La
ambientación, la fotografía, el ritmo, la banda sonora, todo ensamblado de modo perfecto en ese ir y venir
de la historia entre las nieves oscenses y la selva guineana. Allí el argumento
entrelazaba amores perseguidos con abusos capataces, esperanzas de libertad con placeres
vespertinos, pasados presentes con secretos sacados a la luz de la curiosidad.
De modo que un funeral se convierte en un bautismo a una historia que te lleva
y trae por las sendas de la emoción con el sabor tenue del cacao de las plantaciones. Las sucesivas interpretaciones no hacen más
aportación que la suma de credibilidades que tan difíciles resultan cuando
nacen de unos rostros catalogados de bellos en detrimento de sus otras virtudes.
Un continuo tira y afloja entre quienes quieren alcanzar sus objetivos y
quienes pretenden ponérselos difíciles. Y todo ello dentro de un puzle
compuesto por tres generaciones que, separadas seis mil kilómetros, permanecen
más unidas que las habitualmente cercanas.
El ritmo con el que es dirigida la historia es el auténtico culpable de
que las tres horas de duración se queden escasas a la espera de un final
diferente que sería tan deseable como incoherente.
Ella, decide seguir los pasos de Alfonsina mientras la memoria regresa a las sienes plateadas de él que la tienen
presente. Pocas veces un argumento ha sido tan conmovedor y tan bien llevado a
la pantalla al haber sabido caminar sobre el cable del funambulismo del
culebrón y no haber caído al precipicio de lo previsible. Ahora que han pasado
tantos años es cuando empiezo a comprender el porqué a Vicenta se le humedecían
los ojos cada vez que recordaba aquella etapa mientras preparaba las papas con
mojo. Quién sabe si no fue testigo de
alguna historia similar a la de anoche y la calló para siempre por no fundir a
la nieve con el sol que atravesaba sus palmeras.
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