jueves, 10 de noviembre de 2016


El viaje prodigioso



Desde siempre la Edad Media me ha fascinado. Esa época de oscurantismo en la que el dios justiciero estaba presto a tomarse venganza ante los pecados de los humildes tiene su punto atractivo que camina entre los raíles de la ignorancia y el abuso de los poderosos. Por lo tanto no supuso un gran esfuerzo detenerme sobre aquel libro cuya portada en blanco era atravesada por una cruz roja un tanto peculiar. Para eliminar cualquier atisbo de duda, ver la firma de Manuel Leguineche acompañado de María Antonia Velasco como relatadores de pluma periodística, fue determinante. Narraban las circunstancias en las que se llevó a cabo la Primera Cruzada en pos de recuperar Jerusalén para la causa cristiana. Y dado que la Europa de aquellos años se debatía entre guerras y epidemias, solamente fue necesaria la aparición de un ermitaño llamado Pedro, para que vociferando como un poseso, envalentonase a todos aquellos que nada tenían que perder porque ya lo habían perdido todo, a recuperar para la cristiandad la Ciudad Eterna. Dejemos a un lado, que no en el olvido, los intereses papales; añadamos  las fantasías de caballeros en busca de gloria y posesiones; unamos a todo ello a unas multitudes que nada poseían y embarquémoslos en una odisea tan absurda como irrefrenable, y ya tendremos la columna vertebral de semejante expedición formada y en marcha. Los deseos de la plebe por ser testigos de milagros llegaron al extremo de considerar al asno de Pedro el Ermitaño como reencarnación santa de vaya usted a saber quién. Y en su voracidad por conseguir como visados reliquias de santidad, el pobre onagro perdiendo a marchas forzadas sus crines de manos de aquellos posesos ciegos de fe y famélicos de sustentos. Idas y vueltas por los mil parajes hasta desembocar en las inmediaciones del Templo y convertir a la Jerusalén objeto de rescate en un río de sangre que el fanatismo promulgó. Ciudad que pasaría a ser el pimpampum de las creencias que la quieren para sí, y en eso seguimos. De poco han servido el paso de los siglos para desmontar fanatismos; pero si alguna vez alguna circunstancia tuvo un origen divertido a la par que catatónico, fue aquella en la que unos bordaron cruces sobre su pecho como visado de ida; que lo volvieron a bordar sobre su espalda como visado de vuelta;  y que siguen dando pie a pensar que el ser humano, con tal de viajar, hace lo que sea, por muy absurdo que sea el motivo. Si no conocéis Jerusalén, leed este libro. Un reportero como Manuel Leguineche forjó en él una de las crónicas más divertidas e increíbles que se pueden disfrutar. 

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