viernes, 11 de noviembre de 2016


El retrato de Dorian Gray

En algún momento de nuestra vida puede que todos nos hayamos planteado qué hubiera sido de nosotros si las circunstancias hubiesen sido diferentes. Qué tipo de suerte nos deparará el futuro y qué tipo de circunstancias nos han llevado ser lo que somos. Y entre todos estos interrogantes quizás el paso del tiempo sea uno de los que menos inmunes nos mantiene. O bien lo aceptamos como pago a la propia vida, o bien lo rechazamos por saberlo talador de porvenires. De hecho, a lo largo de la historia que da pie a esta maravilla de libro, el rechazo a envejecer aparece nada más cobrar vida un cuadro pintado en honor de Dorian.  El efebo no puede por menos que disgustarse al comenzar a pensar cómo el futuro se llevará de su piel la belleza que atesora y convertirá a los poros de la misma en surcos arrugados camino del otoño. Y a tal efecto decide pactar con el diablo el mantenimiento de su estado actual a costa de hipotecar su alma. Y como contrato escrito en óleo, su retrato. Los más abyectos placeres pasan a formar parte de este que se siente permanentemente joven y nada se le opone y nada respeta que no sea su  propio goce hedonista. Poco importa el lecho de desengaños que va diseminando a lo largo de su inmutable existencia y solo a los demás les pasan las estaciones. Y como suele suceder en ocasiones, la curiosidad le lleva a contemplar detenidamente su espejo enmarcado. Y allí empieza a comprobar el paso de lo inevitable. Sobre las pinceladas de ayer aparecen rictus de envejecimiento más allá de lo meramente físico. El cuadro se ha convertido en su propia conciencia y ante ella el remedio que concibe es esconderlo de todo vista en el desván bajo llave. Un amanto tupida ejerce de sudario opaco y a nadie le es permitido el acceso a semejante lugar. La vida sigue, los cadáveres del alma se van acumulando a su alrededor y llega el momento en el cual la curiosidad le lleva al extremo de acercarse a la celda en la que reposa su cuadro. Una ligera esperanza se mezcla con el temor de ver lo que sospecha y no quiere. Nadie mejor que él mismo sabe de su forma de actuar y el remordimiento interno le provoca un eco incapaz de silenciar. Más fuerte que el miedo se muestra la tentación y lentamente desliza la manta que velaba al cuadro. La visión que se le refleja habla por sí sola de lo que ha sido su vida. Un cortaplumas imposible de detener surca el silencio de la estancia y se clava sobre la pintura. Lo que resta para el final, os lo dejo en suspenso. Óscar Wilde puso firma como notario a algo tan bellamente escrito que no seré yo quien revele el epílogo de tan sublime obra. Leedla y si tenéis arrestos, pactar con el diablo vuestro futuro.    

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