El retrato de Dorian Gray
En algún momento de nuestra vida puede que todos
nos hayamos planteado qué hubiera sido de nosotros si las circunstancias
hubiesen sido diferentes. Qué tipo de suerte nos deparará el futuro y qué tipo
de circunstancias nos han llevado ser lo que somos. Y entre todos estos
interrogantes quizás el paso del tiempo sea uno de los que menos inmunes nos
mantiene. O bien lo aceptamos como pago a la propia vida, o bien lo rechazamos
por saberlo talador de porvenires. De hecho, a lo largo de la historia que da
pie a esta maravilla de libro, el rechazo a envejecer aparece nada más cobrar
vida un cuadro pintado en honor de Dorian.
El efebo no puede por menos que disgustarse al comenzar a pensar cómo el
futuro se llevará de su piel la belleza que atesora y convertirá a los poros de
la misma en surcos arrugados camino del otoño. Y a tal efecto decide pactar con
el diablo el mantenimiento de su estado actual a costa de hipotecar su alma. Y
como contrato escrito en óleo, su retrato. Los más abyectos placeres pasan a
formar parte de este que se siente permanentemente joven y nada se le opone y
nada respeta que no sea su propio goce
hedonista. Poco importa el lecho de desengaños que va diseminando a lo largo de
su inmutable existencia y solo a los demás les pasan las estaciones. Y como
suele suceder en ocasiones, la curiosidad le lleva a contemplar detenidamente
su espejo enmarcado. Y allí empieza a comprobar el paso de lo inevitable. Sobre
las pinceladas de ayer aparecen rictus de envejecimiento más allá de lo
meramente físico. El cuadro se ha convertido en su propia conciencia y ante
ella el remedio que concibe es esconderlo de todo vista en el desván bajo
llave. Un amanto tupida ejerce de sudario opaco y a nadie le es permitido el
acceso a semejante lugar. La vida sigue, los cadáveres del alma se van
acumulando a su alrededor y llega el momento en el cual la curiosidad le lleva
al extremo de acercarse a la celda en la que reposa su cuadro. Una ligera
esperanza se mezcla con el temor de ver lo que sospecha y no quiere. Nadie
mejor que él mismo sabe de su forma de actuar y el remordimiento interno le
provoca un eco incapaz de silenciar. Más fuerte que el miedo se muestra la
tentación y lentamente desliza la manta que velaba al cuadro. La visión que se le
refleja habla por sí sola de lo que ha sido su vida. Un cortaplumas imposible
de detener surca el silencio de la estancia y se clava sobre la pintura. Lo que
resta para el final, os lo dejo en suspenso. Óscar Wilde puso firma como
notario a algo tan bellamente escrito que no seré yo quien revele el epílogo de
tan sublime obra. Leedla y si tenéis arrestos, pactar con el diablo vuestro
futuro.
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