viernes, 25 de noviembre de 2016


Leyendas de Bécquer: El monte de las ánimas

La casa olía a lamparillas de aceite y velas diseminadas por doquier. Posiblemente lanzaban al Infinito una señal que les hiciese entender que seguían presentes en la memoria y que bajo la parpadeante luz, podrían orientar su regreso durante las horas del día que les homenajeaba. Recuerdos que afloraban en torno a la mesa que recibía los tibios rayos de sol que se desperezaban con el otoño bien entrado. El tañer lastimero de las campanas que nos recordaba sin cesar el duelo de su ausencia compitiendo con los primeros humos de las estufas de leña. Rezos, visitas a las cruces, y la noche llegando. Y antes de conciliar el sueño, sobre la mesita, el libro deseado y temido de las Leyendas de Bécquer. Bajo sus tapas esperando turno estaban aquellas que hablaban de regresos a la vida de los finados muertos bajo los influjos del desamor. Allí, protegido con el edredón por el que sobresalían las iniciales bordadas de las sábanas, mis ojos dispuestos de revivir en la lectura, lo que de la lectura nacía. Soria, la poética Soria, prestando un monte animado a las pruebas de amor que una pérfida Beatriz lanzaba a un enamoradísimo Alonso retándolo a recuperar una estola entre los árboles huidizos ante la batalla renacida. Un rito eterno entre el amor y la muerte que casi siempre concluye con la victoria de la segunda cuando el primero sólo va en un sentido del camino. Sobre las sombras de la habitación, el ulular del viento que se colaba indiscreto por las rendijas para sumarse a la vigilia. Un pulso entre  el deseo de acabar la lectura y el temor a apagar la luz por más racionalidades que me llegasen. Imaginaba el piafar del caballo sangrante de regreso y la congoja ascendía hasta mis ojos que se negaban a darse descanso.  Al otro lado de la puerta erigiéndose como  dóricas sobre el techo de vigas, las maderas que sustentaban a las caídas del agua y sobre la cúpula ennegrecida, un transitar de nubes en busca de insospechados destinos. Fantasmales recreaciones que acompañaban a las horas hasta que los primeros pasos sobre los adoquines de la calle levantaban el telón de un nuevo día. Sobre el reclinatorio heredado, las huellas de una invisible mujer que un año más había llegado y penaba la culpa de su osadía y vagaba de nuevo hasta encontrar la paz para su alma. Los cascos de las monturas marcando el transitar hacia una nueva jornada y a lo lejos la niebla deslizándose a modo de telón sobre un escenario llamado infancia. 

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