Patricia Sornosa Flores
La tarde apuntaba a lloviznas y con la llegada de
la noche el debut como espectadores nos vino a buscar. La curiosidad y el
conocimiento, desde la lejanía, nos hablaba de una artista del escenario
parapetada delante de la verdad. De modo que sin más dilación y tras no pocos
intentos de dejar en reposo permisible al carruaje, accedimos al local. En seguida
nos dimos cuenta de la falta de precaución que nos llevó a no reservar y nos
adosamos a la barra a la espera. Al frente, una pantalla ejercía de telonera
vestida de verde mientras llegaba el momento y los aguerridos pateaban
ilusiones. Y entonces apareció. Su inconfundible sonrisa, sin duda herencia de
genes, se vistió de rojo anticipando lo que minutos después exhalaría a modo de
volcán monologado. Un leve saludo desde la distancia a la espera de concluir
con su misión de receptora nos rompió el hielo que toda primera vez aporta y
minutos después, embarcados en las presentaciones nos dimos a conocer. La
instantánea testigo del momento quedó prendida como aguja de un alfiletero de costurero presta a enhebrarse a la menor ocasión. Así que una
vez dispuestos, el escenario la reclamó
y a él se subió. Ella, a modo de bailarina de carrillón, enfundada en el negro
que le daba un toque sobrio, se disponía a brindarnos un recital de historias
que por cotidianas no dejan de ser protagonistas de nuestra existencia. Había
decidido darle preponderancia a sus ojos
captores de reacciones y a sus labios manantes de guiones y nada accesorio
podía interponerse entre ella y los de abajo.
Aquello no era un monólogo, no; más bien era un diálogo entre la
genialidad y la rapidez de reacción a la hora de no perderse detalle de cuanto
allí nacía. El sarcasmo se vistió de gala y la ironía dejó a un lado el
formalismo para dar un repaso, tan cierto como sangrante, a todos los rincones
que atenazan nuestro existir. La política, el clero, las relaciones fracasadas,
todo llegaba puntual para ser espolsado a modo de estera y puesto a orear. Ni
un solo bucle de sus rizos anteriores osó plantearse la conveniencia o no de lo
correcto. Allí sólo había verdad y la verdad pedía paso. El coro tintineante de
las copas apiñadas se unía a las risas que reaccionaban con décimas de segundo
de retraso en una digestión vivaz de semejante vorágine de certezas. Guiños a la
edad como árnica hacia su paso que desde las mesas adyacentes corroboraban
y un punto de complicidad con la sangre
que la sangre aplaudió. Hora y media de espectáculo tan íntimo como provocador,
tan abierto como sutil, tan procaz como merecedor de todo el aplauso que lo
cierto merece. Grande, Patricia, grande.
Puedes seguir vistiendo de luto
para acceder a la tarima; pero lo que no admite dudas es que el iris de la inteligencia sobre un
escenario te viste por dentro.
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