lunes, 28 de noviembre de 2016


Terapia intensiva

Movido por el faranduleo que proponía la amistad y acunado por la envidia que me provoca el oficio de actor, acudí. Y como tantas otras veces, desde el patio de butacas empecé a observar cómo el oficio de comediante daba paso a una consulta de psiquiatría en la que el docto intentaba poner en orden el pensamiento del paciente de turno. Allí, los guiños a la comedia se iban camuflando con un poso de amargura conforme más de uno de los asistentes descubría en su interior más profundo la cruda realidad que les venía de pleno. Un ir y regresar al subconsciente desde el que afloraban reflejos psicóticos sin cortinas de ducha intentando dar cabida a la carcajada y consiguiendo su propósito. Un dúo sobre el escenario dando vida a cada quien en algún momento de su existencia que Manuel y Sergio supieron canalizar a la perfección. Complejos de Edipo que fueron dándose la vuelta para estamparnos a modo de espejo la realidad diaria que tantas carencias acumula y tan pocas vías de escape consigue. Sobre la desnudez de unas paredes sin títulos colgados, unos colgados de sí mismos psicoanalizaban para nosotros la más cruda realidad y nos hacían reflexionar entre pausa y pausa de las carcajadas. Poco importaba si el sueño pasaba a ser realidad o si todo lo fingido daba la vuelta para maquillar insatisfacciones. Los prados verdes, oníricos paraísos, fluían desde las hipnosis y golpeaban los costados de quienes tantas veces nos negamos vivir una vida que sabe a pesadilla. Dos clones de tantos que entre tantos se mimetizan para no profundizar en la herida de la insatisfacción de quienes se mantiene cómodos en su papel de espectadores. Por momentos,  Lemmon y Matthau, cercanos, íntimos, socarrones y compasivos, tuvieron su acertada réplica y con ellos llegamos la certeza de saber combinar la ironía con el rictus del inconformismo. Cada cual, esclavizado por sus propias pesadillas, habrá intentado encontrar respuestas en la farmacopea o en el diván del docto que se presta a solucionar sus límites traspasados; pero puede que pocos hayan intentado reírse de sí mismos, de sus torpezas, de sus errores. A todos sin excepción les habría venido bien presenciar en vivo su propia ceguera en esta Terapia Intensiva que supo poner cordura a lo que tantas veces llamamos locura. Aquellos que sigan buscando explicaciones a su transitar por la vida como corredores de un pasillo sin fondo, se la recomiendo especialmente. Irán a disfrutar de una comedia y saldrán reconciliados consigo mismos.   

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