jueves, 17 de noviembre de 2016

La ciudad de los prodigios

A esa elección me llevó la casualidad, como tantas veces sucede. Acababa de leer el best seller de turno y el autor del mismo se confesaba admirador profundo de Eduardo Mendoza. Si aquel había sido capaz de ponerle luz a un viento en penumbra, qué no sería posible esperar de su maestro. De modo que abrí el ejemplar y empecé a descubrir a una serie de personajes en la Cataluña de principios de siglo veinte. El protagonista, Onofre Bouvila, entiende que su vida debe progresar lejos del campo en el que ha nacido y se encamina hacia Barcelona como si de un charnego autóctono se tratase. Allí se confabulan sus ansias de ascenso social y su carencia de escrúpulos a la hora de pisar a quien sea necesario para pasar por encima de quien haga falta y alcanzar sus objetivos. Una ciudad que se muestra receptiva en mitad de los avatares políticos que la acunan y que entre ellos busca el despegue en forma de Exposición Universal de sus virtudes y posibilidades. Allí se trae a escena al nuevo pícaro que siglo atrás naciese en el Barroco y todo un cúmulo de entresijos dan paso a un guion absolutamente genial. El hilo conductor de la historia no pierde ni por un segundo el ritmo y el interés por conocer las andanzas de este hijo de payeses no conocen ni escrúpulos ni límites. Todo vale y en ese mismo aval es como si el futuro se nos fuese mostrando en una baraja plagada de comodines que sigue ocupando el tapete en la actualidad. Un noreste que se ha ido nutriendo de oleadas de gentes venidas de más al sur del delta del Ebro y que se han integrado echando raíces generación tras generación. Podría poner nombres a copias de Bouvila, pero sería innecesario. Lo que es absolutamente imprescindible es la lectura de esta crónica novelada de una época para poder entender muchos porqués que quizás se nos escapan. Puede que una vez leída seamos capaces de unir cabos entre generaciones y podremos comprobar cómo un gran modelo puede dar pie a un gran discípulo. Creo que existe una versión cinematográfica de esta novela; como de costumbre, no la veré. Una vez que lees algo magnífico, tu propio guión no necesita de actores a los que poner cara o voz. Si mientras tanto cae en vuestras manos alguna historia de Gurb firmada por Mendoza, pasadla de largo. Imagino que todo autor tiene momentos en los que le encanta vacilar con las letras y pasárselo bien para desintoxicarse de argumentos profundos.       

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