Los productos de
limpieza
Me echo a temblar
cada vez que debo adquirir alguno de estos productos. Salvo que lleve
absolutamente detallado el nombre, el color del envase, las especificaciones
pormenorizadas y el tamaño, el error
vendrá adherido a la factura final. No, no hay forma de aclararme. Unas
veces el lavavajillas que hasta ayer era de color azul, ha decidido cambiar de
tonalidad. Otras veces, el amoníaco que estaba situado sobre el peldaño
inferior de la estantería, ha cedido el puesto al salfumán y semejan ser
gemelos; otras veces, el abrillantador que era transparente, pudoroso él, ha
decidido ocultarse tras un nuevo envase opaco. A todo esto añadamos la
fagocitación de las marcas por parte de la marca predominante y el jeroglífico
estará servido. No hay forma de aclararse ni con la chuleta fotográfica que
desde el móvil parecía ser la tabla salvadora ante semejante naufragio. Nada,
de nada sirve. Así que una vez acumulados los productos revestidos de dudas
sobre el carro de establecimiento la llamada del “por si” interior vendrá a
recordarte lo que has olvidado. Pasarás por la zona de los geles y vuelta a
empezar. Aquel que glosaba fragancias marinas huyó. Aquel que pareciera nacido
de las entrañas del aloe emigró. Aquel
que prometía raíces y puntas inmaculadas, puso frascos en polvorosa y nadie
sabe nada de su paradero. Desconsolado, como alma en pena, vagas por los
pasillos, y de repente, la luz llega a ti. Como un destello camino de Damasco,
una pastilla con forma ortoédrica parece deslumbrarte. De pronto, el recuerdo
de aquellas pastillas artesanales que tan familiares te fueron en la niñez,
regresan. Y con ellas el sabor a la sosa caústica y al aceite removido para
darle consistencia. Se agregan aquellos polvos de azuletes que nadie recuerda y
que tanto hablaban de limpiezas bajo los chorros del lavadero. Se suman a ellos
los polvos del tú-tú, que tanto servían para la ropa como para cualquier otra
parte que considerásemos. Y las bolsitas de champú al huevo, incipientes
precursoras de nuestras calvicies con su aire inocente. Y las pastillas de
jabón Lagarto, o de Lux, o de Palmolive, o de Rexona. O el musel de legren-París
timpaneando en tu cerebro. Todas aquellas que te adentraban en un mundo
desconocido de aromas que tanto echas a faltar en esta selva variopinta
actual. Despiertas, te toca el turno en
la caja, miras al carro, te compadeces. Ha pasado tan deprisa el tiempo que
apenas te queda tiempo para regresar y desandar los pasillos andados. Una pena.
Acabas de pagar mientras el resto de la cola te mira y en silencio te acusa de
lento. Justo entonces recuerdas que dejaste de añadir el espray para los
muebles. Te perdonas con un “a la
mierda”, sales a tomar aire fresco y juras que no vas a volver a entrar. Diez
minutos después, compadecidos ante tu olvido, los que guardan cola de nuevo, te
dejan pasar con el producto en cuestión. Sonríen sin saber que en tu interior
permanece alguien que vivió aquellos años de un modo tan intenso que nada será
capaz de limpiar el recuerdo que fueron dejando y tan fresco perdura.
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