miércoles, 15 de noviembre de 2017


Los productos de limpieza



Me echo a temblar cada vez que debo adquirir alguno de estos productos. Salvo que lleve absolutamente detallado el nombre, el color del envase, las especificaciones pormenorizadas y el tamaño, el error  vendrá adherido a la factura final. No, no hay forma de aclararme. Unas veces el lavavajillas que hasta ayer era de color azul, ha decidido cambiar de tonalidad. Otras veces, el amoníaco que estaba situado sobre el peldaño inferior de la estantería, ha cedido el puesto al salfumán y semejan ser gemelos; otras veces, el abrillantador que era transparente, pudoroso él, ha decidido ocultarse tras un nuevo envase opaco. A todo esto añadamos la fagocitación de las marcas por parte de la marca predominante y el jeroglífico estará servido. No hay forma de aclararse ni con la chuleta fotográfica que desde el móvil parecía ser la tabla salvadora ante semejante naufragio. Nada, de nada sirve. Así que una vez acumulados los productos revestidos de dudas sobre el carro de establecimiento la llamada del “por si” interior vendrá a recordarte lo que has olvidado. Pasarás por la zona de los geles y vuelta a empezar. Aquel que glosaba fragancias marinas huyó. Aquel que pareciera nacido de las entrañas  del aloe emigró. Aquel que prometía raíces y puntas inmaculadas, puso frascos en polvorosa y nadie sabe nada de su paradero. Desconsolado, como alma en pena, vagas por los pasillos, y de repente, la luz llega a ti. Como un destello camino de Damasco, una pastilla con forma ortoédrica parece deslumbrarte. De pronto, el recuerdo de aquellas pastillas artesanales que tan familiares te fueron en la niñez, regresan. Y con ellas el sabor a la sosa caústica y al aceite removido para darle consistencia. Se agregan aquellos polvos de azuletes que nadie recuerda y que tanto hablaban de limpiezas bajo los chorros del lavadero. Se suman a ellos los polvos del tú-tú, que tanto servían para la ropa como para cualquier otra parte que considerásemos. Y las bolsitas de champú al huevo, incipientes precursoras de nuestras calvicies con su aire inocente. Y las pastillas de jabón Lagarto, o de Lux, o de Palmolive, o de Rexona. O el musel de legren-París timpaneando en tu cerebro. Todas aquellas que te adentraban en un mundo desconocido de aromas que tanto echas a faltar en esta selva variopinta actual.  Despiertas, te toca el turno en la caja, miras al carro, te compadeces. Ha pasado tan deprisa el tiempo que apenas te queda tiempo para regresar y desandar los pasillos andados. Una pena. Acabas de pagar mientras el resto de la cola te mira y en silencio te acusa de lento. Justo entonces recuerdas que dejaste de añadir el espray para los muebles. Te perdonas con un  “a la mierda”, sales a tomar aire fresco y juras que no vas a volver a entrar. Diez minutos después, compadecidos ante tu olvido, los que guardan cola de nuevo, te dejan pasar con el producto en cuestión. Sonríen sin saber que en tu interior permanece alguien que vivió aquellos años de un modo tan intenso que nada será capaz de limpiar el recuerdo que fueron dejando y tan fresco perdura.

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