1. Amalieta A.
En cuanto se quede quieta, si es que puede, afilaré el lápiz que
la memoria me presta e intentaré bocetarla. No será fácil, no. Y no lo será porque
está tan acostumbrada a gobernar que la mínima pose que la lleve a la
inmovilidad le parecerá una pérdida de tiempo. Lo suyo es un no parar. De aquí
para allá, de esto a lo otro, ni pausa, ni sosiego. Este torbellino que la
caracteriza es el que le impide acumular bajo la piel más allá de lo necesario e
imprescindible. Como si de ello dependiera su existencia, el remanso de la
calma no tiene cabida. Cubrirá sus pensamientos con los flecos que simularán ser
yelmos protectores de esta guerrera que la viste. No asumirá el papel de
damisela bordadora en la torre del homenaje del castillo porque lo suyo es
plantar cara y batalla a las adversidades. Poco importará si las dimensiones de
las mismas remueven los tendones de su fortaleza. Ella, desde siempre, para
siempre, sabe que el reto no le asusta y callará para sí los interrogantes para
no dar la sensación de flaqueza.
Transitará sobre el filo de la cordura que a muchos que la desconocen le
sonará a frivolidad. Se equivocan. El sentimiento que subyace en su yo más íntimo
fue tejiendo la cota de malla, el almófar y las brafoneras de su armadura creando el prototipo de una
renacida Juana de Arco a la que ni la hoguera será capaz de derrotar. Una del
trino, en cuyos vértices se apoya cada vez que el desánimo momentáneo aparece
intentando tapar la sonrisa que devendrá en carcajada. Echa de menos lo que
nunca ha dejado de estar y será capaz de aventurarse a soñar lo que pudo haber
sido para concluir el argumento de un libreto del que ser protagonista. Velará como luz parpadeante
de aquellos a los que la sangre le lleva y custodia con la fortaleza de sus
anhelos. Seguirá echando de menos las cenizas que se perpetuaron sobre el
mechero de unos dedos amarillentos. Gozará de la inmediatez para negarse la
posibilidad de seguir arrancando hojas a un calendario que acumule tristezas.
Sabrá que cada vez que la cúpula de la noche se pueble de destellos, al menos
dos, le pertenecen. De los pálpitos que
perciba callará sus enseñanzas y solamente bajará la guardia cuando los oídos
de la comprensión abran los tímpanos y la abracen. Se hace de querer y empiezo
a sospechar, si es que alguna vez llegué a dudarlo, que se lo merece
sobradamente. Solamente será necesario ver cómo verbenea los ritmos y llegado
el descanso vuelve a ser el espíritu frágil que en ellos se refugia. Llegó como
regalo real hace tiempo y no sabría decir si es más oro, incienso o mirra.
Quizás una amalgama de todo a la vez.
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