Cartero
Cuando Charles Bukowski firma una de
sus obras ya te puedes ir haciendo a la idea de no permanecer inmune a los
efectos colaterales que la lectura de la misma te va a dejar. Te va a llevar
por la senda anárquica del inadaptado, por el atajo del inconformista, por la
difusa línea que la ley trace. Tú ya decidirás cuál de ellas seguir, siguiendo
su ejemplo o no. Y aquí, en “Cartero”, no ha lugar a algo diferente. De hecho,
partiendo de sus propias y personales vivencias te ves como observador
privilegiado de su autobiografía y de cuando en cuando brindas con él. Puede
que lo hagas para no darle la sensación de ser un oscuro fisgón ajeno a los
excesos que propone. Quizás procures evitarle el que te califique de cicatero
incapaz de dejarse arrastrar por las tentaciones y darles rienda suelta instantáneamente.
Sea como sea, de sus manos asistes a la lucha eterna entre lo correctamente
aceptado por la sociedad que castiga la osadía inconformista y la necesidad
vociferante de convertirte en ácrata irremediable. Regresas a los años setenta y
te envuelves en una sátira agridulce de quien se manifiesta como posible americano
medio. Puesto fijo al que encomendarse para soñar con una jubilación todavía
lejana y apetecible. De eso nada, parece decir, promover, airear. Del mismo
inconformismo obtiene la veleta orientadora hacia su faceta de escritor y así
se bautiza con esta obra. Las cartas, los folletos publicitarios, o lo que sea,
precisan de otras manos domesticadas por las que ser transportados. Él, y
cuantas a él se asemejan, confecciona un catecismo con los placeres que la
bebida, el sexo y el juego promulgan. Y lo cumple a rajatabla. No existe más
certificado que el nacido de su pasional existencia ni mejor acuse de recibo
que el obtenido como recompensa en el hipódromo de turno. La normalidad corresponde
a otros mientras los otros la acepten. Pura declaración de intenciones que en más
de un capítulo se te presenta a modo de espejo sobre el que mirarte.
Seguramente fluctúes entre las dudas que semejante personaje ha abierto. Miras
a tu alrededor y observas cómo clones semejantes realizan correctas acciones
alejadas de las que se plantean. Abres tu propia saca de correspondencia y
contemplas alguna que otra carta con triple matasellos que aún no te has atrevido
a depositar en el buzón del riesgo. Asumes que alguien como Henry Chinaski iza el
estandarte al que solamente los valientes son capaces de seguir. Reconoces que
hubo alguien capaz de apostar por sí mismo para hacer lo que le daba la gana y
darle sentido a su vida. Mientras tanto, vegetas; probablemente consigas llegar
a sus setenta y tres años, pero lo harás de un modo mucho más aburrido. No te
aflijas, un sobre ribeteado de negro anunciará tu fin a la espera del pésame.
Hace años que comenzaste a soñarte Chinaski y te faltó valor para asumir su
papel. Te acompaño en el sentimiento, créeme.
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