miércoles, 9 de enero de 2019


Herradas ediciones literarias erradas.


Parece excesivo el número de ejemplares literarios editados. No hay más que acercarse a cualquier establecimiento que los ofrezca para comprobar cómo pilas enteras de los mismos se muestran sugerentemente al lector decidido a ser cautivado por ellos. Los ojeas, los hojeas, relees las reseñas, y los adquieres. Sueñas con que el autor o autora del mismo haya acertado contigo y asumes el riesgo de todo ello. Comienzas a dejarte llevar, la historia te atrae, unas veces más, otras veces menos, y todo discurre dentro de los cauces normalmente admitidos. Ya da lo mismo si has desembolsado tal o cual cantidad. Merece la estima aquel que se enreda en un argumento para hacerte partícipe del mismo y si con ello contribuyes a su sustento, mejor que mejor. Todos contentos. Lo acabarás, lo criticarás, lo compartirás, lo recomendarás. O no, todo dependerá. De hecho, tú, que a lo máximo que aspiras es a ser un “Juan Palomo” de este palomar, sabes por experiencia propia lo que significa autoeditarte, de los riesgos que acarrea, de los nulos beneficios, de las grandes gratificaciones anímicas. Son las reglas del juego y las aceptas o dejas de jugar. Por eso, cuando estás inmerso en la intriga de la última novela de uno de tus autores favoritos como Murakami,  llegas a la página trescientos noventa y nueve, y en el último párrafo descubres la errata inesperada, el desconsuelo llega como invitado de piedra. Buscas entre los culpables antiortográficos al traductor, al revisor, al editor, a alguien a quien recriminar la falta imperdonable que acaba de hacerse presente. Lo relees por si tu somnolencia te ha jugado una mala pasada y no, no yerras, se han equivocado. Han confundido un tiempo verbal con un sustantivo y la estructura del texto se ha ido al garete. Te dan ganas de enviar la queja a la editorial y la envías. Te dan ganas de regresar al establecimiento y reclamar un ejemplar correctamente escrito y lo pospones para la tarde. Te dan ganas de pedir explicaciones al traductor, al transcriptor o a quien corresponda y sonrojarles su falta de pulcritud. Empiezas a creer que se han establecido el “todo vale”, el “qué más da”,  como mecanismos de funcionamiento en el mundo de la edición y sospechas que acabarás siendo el último náufrago de una isla condenado al abandono. Ni vendrá un barco a rescatarte ni serán capaces de asentir los postulados que la norma regula. Así que  a partir de ahora voy a escribir como me dé la gana y que nadie me replique. Si a un célebre escritor lo traducen sin miramientos ortográficos, a mí, que no dejo de ser un aficionado costurero de letras, no me pueden pedir pulcritud. Visto lo visto, si veintitantos euros empleados en una obra se dan por bien empleados admitiendo una falta de ortografía, yo, que ni de lejos llego a ello, debería seguir su ejemplo. Si me provoca una úlcera o no, será lo de menos.

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