jueves, 6 de marzo de 2014


Saberse

El más minúsculo recodo del camino que serpenteaba por las laderas de su talle era la única certeza que atesoraba. Había diseñado los mil argumentos propicios a los que  aquel infeliz que le habitaba se dirigía cada nuevo atardecer en el vuelo esperanzado del perdedor que, todo espera y nada obtiene. Su vida y sueño era la ilusión a la que se sometía como cómplice de las anticipadas derrotas a las que se veía abocado cada nuevo amanecer. Distintos niveles en el rasero de la realidad le situaban varias escalas por debajo en el libreto operístico en el que había convertido a sus sueños. Rara vez se concedía el crédito del triunfo y cuando así lo hacía se culpabilizaba por haber conseguido lo que no merecía desde su propia equidad. La razón imponía su ley y a ella se sometía por más que las ansias de gritarlo a los vientos pulsaran interiores  plenos de pasionales silencios. Nunca sospechó que aquella destinataria de sus ensoñaciones vivía en la comodidad del cinismo a la que la había conducido la norma aprendida y en la que la satisfacción no reinaba. Quiso ver radiante a quien en realidad cumplía con un papel que había asumido y en el que nada se dejaba al azar. Eran mutuos infelices desde perspectivas opuestas en el mismo hilo del tendedor al que tendieron los lienzos del desencanto. Sólo la cortesía del saludo rompía espacios cuando ella transitaba por los verdes en los que él orquestaba parterres. Mimaba corolas confiando sus pétalos a la proximidad de los labios que jamás probaría. Y así, guillotinaba tallos para arracimar desvelos que morirían lentamente en los bohemios translúcidos de los salones interiores. Llegó a pedir calladamente a los néctares respuestas que se soñaba para sí y en esa ilusión cubrió calendarios. Por eso, aquella vez en la que la vio aparecer como de costumbre, percibió en ella algo no acostumbrado. Su rostro se mostraba apagado, indefenso, vulnerable. Tuvo la   precaución de fijar su mirada en aquella tristeza y supo al instante la necesidad de caricias. Se dejó guiar y a la par que acercaba las rosas, posó en sus labios el sello que tantas veces había guardado para sí. Ambos supieron que nada volvería a ser como antes porque nada había sido antes  diferente a la falsedad. Aún, hoy en día, cuando la tarde se despide, siguen pensando que aquel tiempo anterior fue un tiempo de sombras. Siguen sin saberse explicar los motivos que les llevaron a unir a aquellos dos que una vez se supieron valientes.

Jesús(defrijan)

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