domingo, 30 de marzo de 2014


   Ladridos encarcelados

La noche había resultado agitada y el cambio de turno se retrasó más de lo habitual. Tras rellenar los formularios de rigor regresó a casa al ritmo que las sondas desperezaban a las calles rociadas de silencios. Los restos  esparcidos por las aceras hablaban de alegrías ficticias que lograron menguar penurias del alma en aquellos que se mostraron dispuestos a mirar en otra dirección. Bajó la rampa, cerró la llave de contacto y en la catarata del agua buscó la caricia que tanto añoraba desde la soledad que le invadía. No quiso reverdecer las razones de su marcha para no seguir hurgando en la llaga no cicatrizada que el abandono cincelase. Deslizó unos centímetros los cristales y prendió la nicotina a la que había regresado desde que el adiós hebrase los filtros por él. A las primeras caladas le siguieron las volutas que buscaban ascensos y entonces sus ojos se posaron en aquellos barrotes que celaban los balcones vecinos. Allí, asomado y silencioso, el poseedor de la mirada triste lanzaba a la calle sus pupilas mientras sus patas traseras oficiaban de almohada. Vio en su pelaje los surcos de las caricias que puertas adentro, seguro estaba, recibiría por el simple hecho de estar ahí acompañando soledades. Poco importaba que las orejas gachas tendiesen al óleo de la imaginación el boceto del abandono al que se veía sometido. Él, acostumbrado al sosiego, aparentaba calma ante el tiempo de espera que concluiría cuando el alboroto reinase tras el ascenso de la persiana que permanecía dormida. Fue en ese instante cuando comenzó a verse quien hasta ahora solo se había mirado. Éste que basó su existencia en las razones que mal aprendiera en los libros excluyentes de sentimientos, comenzó a despertar. Quiso soñar que el tiempo retrocedía y misericordioso le ofrecía la posibilidad de enmienda. Soñó verse perdonado y aceptado de nuevo por quien tantas veces lo hiciera, creyendo en la sinceridad del arrepentimiento. No quiso retroceder a los postulados que se demostraron falsos como cierto fuera su rechazo que ahora purgaba. El cansancio le había abandonado y tras encender el tercero, las orejas gachas giraron hacia la persiana que se alzaba a su espalda. Las caricias que se profesaron escribieron  para él los postulados del cariño que nunca supo manifestar y que tanto necesitaba. En ese instante, cuando los cristales del ventanal se cerraron a su vista, contempló como las siluetas que abrían a la alegría un nuevo domingo. A sus pies  vio alzarse una barandilla de barrotes por los que quiso asomar la tristeza de sus ojos al encuentro de caricias.
 
 

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