lunes, 24 de marzo de 2014


 

    Pedales

Ignoraba qué le había sucedido aquella tarde en la que decidió transitar por los verdes a lomos del acero encadenado. Allí, en los boxes del hospital el insistente pitido de los ordenadores lo tomaron como rehén y a ellos volcaban los sucesivos datos que velaban por su recuperación. Poco a poco fue consciente de cómo el desmayo vino a continuar el exceso de ritmo que disparó sus bombeos y cómo el ulular de la sirena despejaba incógnitas mientras sus segundos se hacían horas. Allí estaba, hasta allí llegó y allí estaba  ella. A la dulzura de su expresión se le fueron uniendo los paliativos cuidados que le fue prodigando en una incesante vela a pie de cama. Supo distinguir las facciones de la hermosura en el gesto esquivo que el pudor intentaba ocultar. Allí se descubrieron los mil secretos que atesoraba como salvaguarda de intimidades. Desconocía que las marcas no expresas la herían más de lo que merecía aquella samaritana de desvelos. Heridas que había conseguido ocultar para no esparcir ni condolencias ni lástimas pugnaban por hacerse de valer en su existencia y su esfuerzo encaminaba a evitarlo. Sus ojos,  aviesos  centinelas, se forjaron como defensores de sorpresas y poco a poco se fue rindiendo a ella. Lucha mantenida entre el deseo de abandono del centro y abandono absoluto al gozo de su compañía. Nada volvería a ser similar desde el instante en el que se dijeran adiós. Y llegó el día. Lo que debería ser motivo de alegría se tornaba en desazón. Creyó creer que sólo en él habitaba tal sentimiento de rechazo al distanciamiento para así cargar con la exclusividad de la culpa que el iluso recoge. Hizo repaso a los momentos en los que compartieron noches al runrún de los automatismos y quiso culpabilizar a los detalles de su acertada decisión de no hacerse expectante. Recogió sus pertenencias que ya casi no le pertenecían y apoyándose en las muletas de lo correcto, decidió huir sin despedidas para evitarse el dolor. Bajó la rampa como el desertor de sí mismo en el que se había convertido y al tiempo que repasaba sus pertenencias en su bolsillo la textura del papel le aportó una nueva incógnita. El taxi apagó la luz verde a la vez que este afortunado ignoraba cualquier otro requerimiento que no fuese el de aquellas letras que le impedían el adiós y le ofrecían la bienvenida. Giró sus pasos y avanzó hacia la meta que se le fue ofreciendo noche tras noche desde aquella tarde en la que la fortuna le privó del verde para regalarle el azul en el que todavía mora.
Jesús(defrijan)

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