Pedales
Ignoraba qué le había sucedido aquella tarde en la que decidió
transitar por los verdes a lomos del acero encadenado. Allí, en los boxes del
hospital el insistente pitido de los ordenadores lo tomaron como rehén y a
ellos volcaban los sucesivos datos que velaban por su recuperación. Poco a poco
fue consciente de cómo el desmayo vino a continuar el exceso de ritmo que
disparó sus bombeos y cómo el ulular de la sirena despejaba incógnitas mientras
sus segundos se hacían horas. Allí estaba, hasta allí llegó y allí estaba ella. A la dulzura de su expresión se le
fueron uniendo los paliativos cuidados que le fue prodigando en una incesante vela
a pie de cama. Supo distinguir las facciones de la hermosura en el gesto
esquivo que el pudor intentaba ocultar. Allí se descubrieron los mil secretos
que atesoraba como salvaguarda de intimidades. Desconocía que las marcas no
expresas la herían más de lo que merecía aquella samaritana de desvelos.
Heridas que había conseguido ocultar para no esparcir ni condolencias ni
lástimas pugnaban por hacerse de valer en su existencia y su esfuerzo
encaminaba a evitarlo. Sus ojos,
aviesos centinelas, se forjaron
como defensores de sorpresas y poco a poco se fue rindiendo a ella. Lucha
mantenida entre el deseo de abandono del centro y abandono absoluto al gozo de
su compañía. Nada volvería a ser similar desde el instante en el que se dijeran
adiós. Y llegó el día. Lo que debería ser motivo de alegría se tornaba en
desazón. Creyó creer que sólo en él habitaba tal sentimiento de rechazo al
distanciamiento para así cargar con la exclusividad de la culpa que el iluso
recoge. Hizo repaso a los momentos en los que compartieron noches al runrún de
los automatismos y quiso culpabilizar a los detalles de su acertada decisión de
no hacerse expectante. Recogió sus pertenencias que ya casi no le pertenecían y
apoyándose en las muletas de lo correcto, decidió huir sin despedidas para
evitarse el dolor. Bajó la rampa como el desertor de sí mismo en el que se
había convertido y al tiempo que repasaba sus pertenencias en su bolsillo la
textura del papel le aportó una nueva incógnita. El taxi apagó la luz verde a
la vez que este afortunado ignoraba cualquier otro requerimiento que no fuese
el de aquellas letras que le impedían el adiós y le ofrecían la bienvenida.
Giró sus pasos y avanzó hacia la meta que se le fue ofreciendo noche tras noche
desde aquella tarde en la que la fortuna le privó del verde para regalarle el
azul en el que todavía mora.
Jesús(defrijan)
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