Noche de Magos
Aquella noche, como todas las
anteriores, el sueño luchaba contra la vigilia. Ésta pugnaba por velar la
llegada de los Magos, y aquel quería cobrarse el precio del ajetreo que la
víspera había provocado. Atrás quedaron las cuartillas de papel emborronadas con
peticiones cambiantes que fluctuaban entre los deseos ilusorios. Esta noche la
magia se haría presente y la recompensa a sus esfuerzos llegaría de la mano de
aquellos a quienes esperaba ansioso. Por más que se le insistió, sus esfuerzos
se encaminaban a acelerar el paso de los minutos a la espera de la hora en la
que suponía harían acto de presencia. Su imaginación volaba dándole forma a sus
rostros, atuendos y cortejo. La inquietud por descifrar el duelo entre silencio
y bullicio le aceleraba el pulso y la no comprensión se refugiaba en la
esperanza del premio. Sonaron los tictacs del reloj de pared como granitos de
arena descontando los peldaños de la espera. Todo era silencio. En la calle, la
quietud se hizo dueña de la escarcha que la alfombraba. Y así, casi sin darse
cuenta, los párpados se convirtieron en el telón cómplice que cerraba el
escenario real y abría el acto maravilloso del sueño. Allí comenzó la más
maravillosa de las representaciones. En su mente fueron sucediéndose los amigos
como actores compañeros de su interpretación. Los juegos en los espacios
abiertos que solo acotaban la osadía y el atrevimiento desobediente hacia el
adulto temeroso. Las interminables charlas transcendentes que sus infantiles
mentes intentaban cargar de raciocinios. Los méritos de unos que no lodazalaban los pocos éxitos del amigo.
Era el espíritu albo quien hermanaba la vida, quien rasaba los niveles para
igualarlos. No había hueco para la desconfianza por más que los adultos la
esgrimiesen como moneda de cambio en sus aburridas tertulias de sobremesa. Poco
importaba la tendencia del criterio de aquellos cuyos almanaques se habían
cargado de rencores, de no olvidos, de venganzas por cumplir. Eso, callaban para
sí, a la vez que se juramentaban para no
repetirlos cuando ocupasen el puesto que la vida les reservaba. El reloj había
desaparecido de su sueño y el tiempo vagaba a su antojo entre risas traviesas
que las vías traviesas de su tren ondulaban de trayectos azules. Fueron
diseminándose las estrelladas amapolas sobre el manto de la inocencia. Allí se
licuaban las travesuras al ser compartidas. Allí las obligaciones se
disfrazaban de payasos para desdramatizar la comedia a la que no renunciaban.
Allí el querer y el renunciar alternaban su duelo ante el hecho de hacerse
mayores. Allí se vio ajado el rostro, raídos los párpados y desenfocados los
focos de sus ojos. Allí se vio mayor y el súbito despertar le trajo la desazón
que nunca fue invitada. Alzó su cuerpo, encendió la luz de la mesita de noche,
se miró al espejo y no se reconoció. Había envejecido de tal modo que el
reflejo no le era. Tembloroso se levantó y cuando su esposa le preguntó sobre los motivos este contestó
que una pesadilla le había truncado el sueño. No dio más pistas. Solamente se
acercó a la base del árbol, comprobó que los regalos seguían en su sitio y que
todavía los niños dormían. Solamente al regresar al lecho algo le llamó la
atención. En el belén heredado que seguía perezosamente instalando en el rincón
de siempre, los Magos, descabalgados, le
ofrecieron como regalo la ilusión que
nunca pidió y que había perdido con el transcurrir de los años
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