jueves, 22 de enero de 2015


      Santiaga

Es ese tipo de mujer que va por la vida de puntillas para no dar motivos de queja a nadie a quien le pudiese molestar su paso. Y sería impensable que eso sucediese. Ella, desde la segunda fila del patio de butacas en el que la vida la situó, hace de la discreción su santo y seña.  Ha sido la luchadora constante que se ha enfrentado a las adversidades diarias por muy sangrantes que le resultasen y a las que ha derrotado  siempre. Su bondad, su prestancia a ayudar al prójimo, su compañía callada, suele ser un lujo tan escaso como meritorio que ella expone sin alharacas ni soberbias que con ella se sentirían extrañas. Sigue el curso de los días tras los cristales que acunan a sus menudos ojos mientras recuerdan los pespuntes de colores que delinearon  esperanzas. Las agujas y dedales saben  de su maestría y no pocos sueños reposan sobre sábanas con iniciales por ella bordados en aquellas tardes de estufa y salita. Su paso vivaz abre el día llevando de paseo a la bolsa de cuadros que reclama la hogaza diaria. No sabe de perezas y su constante disposición la convierte en mensajera gustosa de  quienes la solicitan. Sabe que su refugio permanece a la espera del estío para inclinar sobre la pared su silla de anea cuando llegue la noche. Allí, formando el pasillo fronterizo hacia el Mirador de la Virgen, la compañía se completará con su llegada y el fresco tendrá sabor a tertulia a la espera del sueño. Sé que extrañará a quienes tuvo consigo y callará su pena. Ella ha nacido para consolar a otros y por más desaires que pudiese recibir, sabrá encajarlos con elegancia y resignación. Puede que en algunos de sus paseos vespertinos, los oídos próximos que la acompañen se ofrezcan a ser confesionarios de quien carece de pecados y necesite desahogos. Allí, con el horizonte que los montes prestan y el agua ilumina, recobrará la paz que en alguna ocasión le han querido arrebatar. Y será feliz cuando se vea retratada por el aficionado que le pida ser pareja de su imagen frente al banco soleado de la carretera. Se atusará su vestuario en un acto de coquetería al que su corte de pelo contribuirá para hacerla inconfundible. Quien sabe de su existencia sabe que este retrato carece de hipérboles. Es, en resumen, la viva imagen de cómo suele manifestarse la virtud, cuando la misma virtud se avergüenza de ser descubierta.  

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