lunes, 13 de julio de 2015


Aquella inolvidable mona de Pascua  (capítulo 2º)

Al acelerón súbito de ambos Seat 133 ampliamente ocupados le siguió un salto en desbandada de quienes estábamos sobre los equinos de resina y ahí llegó la sorpresa. El primero de ellos pasó a convertirse en un pincho moruno al entrarle por el faro derecho el cuello de lo que semejaba un potro de Troya festivo sin panza vacía. El segundo vehículo desgastó sus frenos en un intento de no llevarse por delante a los cantos rodados de la cuneta. En ambos, los gritos histéricos apagaron las voces del locutor que narraba las incidencias de la vuelta de vacaciones. La providencia y nuestras dotes saltarinas evitaron la hecatombe y tras escuchar las amenazas de uno de los conductores con hacernos llegar a la Guardia Civil de tráfico para que levantara el atestado correspondiente, emprendimos la senda hacia las brasas que ya daban cuenta de las provisiones a fuego vivo. Los efectos de la fiesta empezaron a hacerse de notar cuando alguien decidió probar las gélidas aguas de la balsa construida como aprovisionamiento acuoso ante los posibles incendios. Por voluntad propia y ajena cayeron a la misma y los zapateros que nadaban plácidamente en ellas huyeron ante la amenaza que se les cernía encima. De modo que entre risas, vinos, cervezas y demás aditivos llegó la hora del postre. Efectivamente, del postre en forma de Land Rover verde que transportaba a los agentes movilizados a treinta kilómetros de distancia con otros fines distintos a los de guardines de monas camperas. Tal y como se aproximaban a donde estaba yo, dos de mis acompañantes huyeron. Uno adujo que estaba cumpliendo el servicio militar y no quería reincorporarse preso; la otra manifestó su temor innato a los galones y se retiró de inmediato. De modo que allí quedé con un puro entre los dedos, tiznajos de brasas en la ropa y una cara de póquer intentando disimular el miedo que me invadía. Carraspeé al verlos acercarse e inmediatamente pensé en las dimensiones del calabozo más próximo. Evidentemente no teníamos cabida todos en él y quizás la intercesión de mi tío Emiliano, juez de paz de Campillo, lograría evitar que nos convirtiéramos en simulacros de condes de Montecristo. No sé por qué, mientras llegaba el momento,  me vino a la memoria  la imagen del preso que días antes había sido liberado en Málaga siguiendo la tradición de la cofradía de Jesús el Rico. Faltaban segundos para salir de dudas y estas empezaron a decantarse cuando dos de ellos, ataviados con unas  mantas ceñidas con un cinturón de vencejo se fueron aproximando entre bamboleos hacia el mismo  punto en el que los agentes y yo departíamos sobre los detalles de aquel incidente hípico automovilístico.

 
Jesús(defrijan)

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