jueves, 9 de julio de 2015


La importancia de saber idiomas y no lanzarse a la piscina de la ignorancia gastronómica

Doy fe de la realidad del relato que viene a continuación y de las terribles consecuencias que acarreó su desenlace. Ella, solitaria por convencimiento o por azares del destino, decidió hacerse acompañar en sus años de jubilación prematura por la fidelidad canina en forma de caniche. Ambas habían encontrado en la otra el consuelo a la soledad y se tenían tal devoción que no se separaban jamás. Y  en este jamás se incluían los períodos vacacionales en los que la prioridad canina se anteponía a la voluntad humana. Todo tipo de destinos en el que la presencia de la perrita no estuviese aceptada  quedaba descartado y la búsqueda continuaba. Todos sabemos las posibilidades que la cibernética ofrece para convertirnos en tour operadores desde el sillón de casa. En más de una ocasión hemos planificado a la medida el viaje posible y casi siempre con buenos resultados. En algún caso, comodidades aparte, incluso con algún ahorro a la faltriquera del dispendio. Y aquí el verdadero problema, el reto a superar, la inconsciencia del osado. La buena señora decidió por su cuenta y riesgo embarcarse en una viaje transmeridiano en sentido oriental buscando  en el sol naciente acomodo para ambas. Dio por válidas las imágenes del hotel, del crucerito opcional, de los traslados a la cultura milenaria. No contenta con ello, y en su afán franciscano hacia su mascota, también buscó un restaurante que ella interpretó desde su ignorancia léxica como apto para canes.  Así que al cuarto día de estancia,  y siguiendo la agenda que ella misma se había confeccionado y contratado, allá se presentaron. Asumiendo con sonrisas las parrafadas sonrientes que le lanzaron desde su llegada, depositó al animal en brazos del  simpático maestro de ceremonias. Nada hacía temer  sobre el futuro que le esperaba al pobre animal y ella supuso que lo encaminaban a un apartado del salón a acicalarlo para que su elegancia fuera presa de los píxeles que le esperaban ansiosos para inmortalizar el ágape. Los minutos se dilataban y cierta inquietud empezó a  rondarle. Ante sus requerimientos, una simpática azafata le hacía ver que enseguida estaría con ella a la mesa su amada perrita. Y así fue, pero no como esperaba. A modo de cochinillo segoviano, el pobre animal apareció sobre una bandeja convenientemente salteado de verduras, rasurado completamente y con una expresión de despedida silenciosa que todavía no ha borrado de su mente.  Al cabo de los días, al cabo de varias cajas de tranquimacines, al despertar de tal  pesadilla, logró entender que aquel restaurante cuyos letreros parpadeaban  alegres estaba especializado en cocinar todo  aquello que el cliente trajese a sus fogones.  No añadiré nada más, salvo que la reiteración del título de este relato. Cada cual que actúe en consecuencia para evitarse sorpresas.  

 

Jesús(defrijan)

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