La importancia de saber
idiomas y no lanzarse a la piscina de la ignorancia gastronómica
Doy fe de la realidad del relato que viene a continuación y
de las terribles consecuencias que acarreó su desenlace. Ella, solitaria por
convencimiento o por azares del destino, decidió hacerse acompañar en sus años
de jubilación prematura por la fidelidad canina en forma de caniche. Ambas
habían encontrado en la otra el consuelo a la soledad y se tenían tal devoción
que no se separaban jamás. Y en este
jamás se incluían los períodos vacacionales en los que la prioridad canina se
anteponía a la voluntad humana. Todo tipo de destinos en el que la presencia de
la perrita no estuviese aceptada quedaba
descartado y la búsqueda continuaba. Todos sabemos las posibilidades que la
cibernética ofrece para convertirnos en tour operadores desde el sillón de casa.
En más de una ocasión hemos planificado a la medida el viaje posible y casi
siempre con buenos resultados. En algún caso, comodidades aparte, incluso con
algún ahorro a la faltriquera del dispendio. Y aquí el verdadero problema, el
reto a superar, la inconsciencia del osado. La buena señora decidió por su
cuenta y riesgo embarcarse en una viaje transmeridiano en sentido oriental
buscando en el sol naciente acomodo para
ambas. Dio por válidas las imágenes del hotel, del crucerito opcional, de los
traslados a la cultura milenaria. No contenta con ello, y en su afán
franciscano hacia su mascota, también buscó un restaurante que ella interpretó
desde su ignorancia léxica como apto para canes. Así que al cuarto día de estancia, y siguiendo la agenda que ella misma se había
confeccionado y contratado, allá se presentaron. Asumiendo con sonrisas las
parrafadas sonrientes que le lanzaron desde su llegada, depositó al animal en
brazos del simpático maestro de
ceremonias. Nada hacía temer sobre el
futuro que le esperaba al pobre animal y ella supuso que lo encaminaban a un
apartado del salón a acicalarlo para que su elegancia fuera presa de los
píxeles que le esperaban ansiosos para inmortalizar el ágape. Los minutos se
dilataban y cierta inquietud empezó a
rondarle. Ante sus requerimientos, una simpática azafata le hacía ver
que enseguida estaría con ella a la mesa su amada perrita. Y así fue, pero no
como esperaba. A modo de cochinillo segoviano, el pobre animal apareció sobre
una bandeja convenientemente salteado de verduras, rasurado completamente y con
una expresión de despedida silenciosa que todavía no ha borrado de su
mente. Al cabo de los días, al cabo de varias
cajas de tranquimacines, al despertar de tal pesadilla, logró entender que aquel
restaurante cuyos letreros parpadeaban
alegres estaba especializado en cocinar todo aquello que el cliente trajese a sus fogones. No añadiré nada más, salvo que la reiteración
del título de este relato. Cada cual que actúe en consecuencia para evitarse sorpresas.
Jesús(defrijan)
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