Ley mordaza
Pues nada, ya llegó, y con suerte, será una estancia mínima.
A partir de ahora el silencio como bandera ha de imperar más allá de lo que
nuestro pensamiento exija. Se ha puesto un candado a la libertad de opinión ocultándola
bajo la capa de la forma de expresión.
De nada servirá que tus postulados nazcan del germen de la equidad si la
justicia no los reconoce como legales. De nada servirá plantearse gritos si la
pena por exhalarlos conlleva una carga exageradamente punitiva. De nada servirá
que sigamos viendo pasar situaciones altamente inmorales si tenemos que dar la
callada por respuesta. Han regresado los galones para imponerse por las bravas
y si no fuera por la gravedad del asunto me volvería a reír con cierta
compasión como ya hice ante aquel mando que me rectificó un escrito correcto
para que lo transcribiese a su incorrecta ortografía. Aquello sabía que era
provisional y la conveniencia de no discutir
remaba a favor de una pronta licenciatura del verde oliva. Pero esto pinta
peor, mucho peor. Aquí no se trata, aunque lo parezca, de combatir al forma; se
trata de impedir la llegada al fondo de la cuestión que es ni más ni menos el
meollo que molesta. Creo que a nadie se le escapa que los actos vandálicos a
quienes primero perjudican es a los reivindicadores manifestantes, pero de ahí
a culpabilizar a las gargantas hay un trecho injusto por más legal que quieran
hacerlo. Aquí se empieza a reconstruir a
voz en grito (demos por mala la
paradoja) el foro de la acrópolis (demos por buena la posibilidad) en la que el
pensamiento de la fuerza quiere imponerse al de la razón. Y si no es así, si no
acaba venciendo la segunda, vamos mal. Ni
el derecho al pataleo será posible en una sociedad acostumbrada a demasiadas
patadas. Es más, con esta nueva frontera que sella labios y lacra gargantas,
acaban de trazar una línea divisoria en
el tiempo, pero hacia atrás. Ha llegado la involución y quiere instalarse en el
lugar de la que fue exiliada. Esto se parece bastante a la solución planteada a
cualquier padre ante la pataleta de rabia del hijo caprichoso. Sólo que en esta ocasión, el
hijo ya no es un niño, y el padre es tan provisional como los cuatrienios
quieran que sea. Así que, si les molesta como si no, la caducidad de esta ley ya se observa en el
reverso como si fuese un yogur pasado de tiempo. Sólo quedan unos meses para
decidir cambiar de sabor si el que adquirimos entre todos no nos gusta y encima
nos provoca traqueítis.
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