El octavo
Parece ser que al bueno de Moisés, por si no tuviera
bastante con ascender pie al monte
Sinaí, la Divina Providencia le dejó los diez mandamientos esculpidos en dos
pétreas páginas para que dejara constancia de las obligaciones precristianas. De
modo que conforme fue descendiendo se percató del festín que
habían organizado en torno a un vellocino dorado y montó en cólera. No voy a
entrar en los detalles de los siguientes capítulos pero cada vez que pienso en
esas diez cláusulas hay una que me llama poderosamente la atención. Sí,
efectivamente, el octavo mandamiento que se empeña en penar a quien dé falsos
testimonios o mienta. Y mira tú por dónde
puede que sea el más perdonable de todos, o no, según casos. Mentirijillas del
niño a la hora de justificar su acción van dando paso a mentiras adolescentes que
palíen los efectos represivos de los
adultos sobre ellos. Así van pasando los tiempos y acabas aceptando que forma
parte de ti y de los que contigo transitan ese modo de actuar en algunas
ocasiones. A veces se exponen como excusa; en las menos, todo hay que decirlo. Pero lo que nunca he sabido discernir con claridad
es el empeño que se tiene por parte de otros en ver mentira donde no la hay.
Tiempos hubo en los que esa actitud inquisitoria no cesaba en su búsqueda de razón
por muchos motivos que el culpado esgrimiese en su defensa. Era un condenado al
que había que condenar sin remedio alguno. Ahí hicieron su aparición los juicios
que en nombre de dios dictaban sentencias antes del juicio. Ahí se amasaron
levaduras que fermentaron en aquelarres condenatorios. Allí deberían haberse
quedado los errores para siempre en la
lápida de la sinrazón. Pero no, de eso nada. La vida se empeña en buscar
culpables en simples indicios para así darse seguridad en las suposiciones
absurdas. Y por si esto no fuera suficiente, desde los puntos cardinales menos
orientados, se azuzan controversias a
las que no habría que hacer caso y dejamos que tomen cuerpo de certeza. Por
eso creo que la mejor opción será dejar
de actuar como aquel apóstol que sólo creyó
cuando vio. Bastantes controversias plantea el día a día como para demostrar lo
que está claro con un mínimo de credibilidad que se entregue a cambio. Lo demás
no conduce más que a una pelea desigual entre creer y culpar. Miro hacia arriba
y la verdad es que en el Sinaí del sentir no aparecen esculpidas las credenciales para evitar esta segunda opción.
Ya de la figura a idolatrar recubierta de oro se encargarán otros.
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