viernes, 16 de octubre de 2015


       El octavo

Parece ser que al bueno de Moisés, por si no tuviera bastante con ascender  pie al monte Sinaí, la Divina Providencia le dejó los diez mandamientos esculpidos en dos pétreas páginas para que dejara constancia de las obligaciones precristianas. De modo  que conforme  fue descendiendo se percató del festín que habían organizado en torno a un vellocino dorado y montó en cólera. No voy a entrar en los detalles de los siguientes capítulos pero cada vez que pienso en esas diez cláusulas hay una que me llama poderosamente la atención. Sí, efectivamente, el octavo mandamiento que se empeña en penar a quien dé falsos testimonios  o mienta. Y mira tú por dónde puede que sea el más perdonable de todos, o no, según casos. Mentirijillas del niño a la hora de justificar su acción van dando paso a mentiras adolescentes que palíen los efectos represivos  de los adultos sobre ellos. Así van pasando los tiempos y acabas aceptando que forma parte de ti y de los que contigo transitan ese modo de actuar en algunas ocasiones. A veces se exponen como excusa; en las menos, todo hay que decirlo.  Pero lo que nunca he sabido discernir con claridad es el empeño que se tiene por parte de otros en ver mentira donde no la hay. Tiempos hubo en los que esa actitud inquisitoria no cesaba en su búsqueda de razón por muchos motivos que el culpado esgrimiese en su defensa. Era un condenado al que había que condenar sin remedio  alguno. Ahí hicieron su aparición los juicios que en nombre de dios dictaban sentencias antes del juicio. Ahí se amasaron levaduras que fermentaron en aquelarres condenatorios. Allí deberían haberse quedado los errores  para siempre en la lápida de la sinrazón. Pero no, de eso nada. La vida se empeña en buscar culpables en simples indicios para así darse seguridad en las suposiciones absurdas. Y por si esto no fuera suficiente, desde los puntos cardinales menos orientados, se azuzan  controversias a las que no habría que hacer caso y dejamos que tomen cuerpo de certeza. Por eso  creo que la mejor opción será dejar de actuar como aquel apóstol que sólo  creyó cuando vio. Bastantes controversias plantea el día a día como para demostrar lo que está claro con un mínimo de credibilidad que se entregue a cambio. Lo demás no conduce más que a una pelea desigual entre creer y culpar. Miro hacia arriba y la verdad es que en el Sinaí del sentir no aparecen esculpidas  las credenciales para evitar esta segunda opción. Ya de la figura a idolatrar recubierta de oro se encargarán otros.     

 Jesús(defrijan)

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