lunes, 19 de octubre de 2015


         Patricia Sornosa Flores

La tarde apuntaba a lloviznas y con la llegada de la noche el debut como espectadores nos vino a buscar. La curiosidad y el conocimiento, desde la lejanía, nos hablaba de una artista del escenario parapetada delante de la verdad. De modo que sin más dilación y tras no pocos intentos de dejar en reposo permisible al carruaje, accedimos al local. En seguida nos dimos cuenta de la falta de precaución que nos llevó a no reservar y nos adosamos a la barra a la espera. Al frente, una pantalla ejercía de telonera vestida de verde mientras llegaba el momento y los aguerridos pateaban ilusiones. Y entonces apareció. Su inconfundible sonrisa, sin duda herencia de genes, se vistió de rojo anticipando lo que minutos después exhalaría a modo de volcán monologado. Un leve saludo desde la distancia a la espera de concluir con su misión de receptora nos rompió el hielo que toda primera vez aporta y minutos después, embarcados en las presentaciones nos dimos a conocer. La instantánea testigo del momento quedó prendida como aguja de un alfiletero  de costurero presta  a enhebrarse a la menor ocasión. Así que una vez dispuestos, el escenario  la reclamó y a él se subió. Ella, a modo de bailarina de carrillón, enfundada en el negro que le daba un toque sobrio, se disponía a brindarnos un recital de historias que por cotidianas no dejan de ser protagonistas de nuestra existencia. Había decidido darle preponderancia a sus  ojos captores de reacciones y a sus labios manantes de guiones y nada accesorio podía interponerse entre ella y los de abajo.  Aquello no era un monólogo, no; más bien era un diálogo entre la genialidad y la rapidez de reacción a la hora de no perderse detalle de cuanto allí nacía. El sarcasmo se vistió de gala y la ironía dejó a un lado el formalismo para dar un repaso, tan cierto como sangrante, a todos los rincones que atenazan nuestro existir. La política, el clero, las relaciones fracasadas, todo llegaba puntual para ser espolsado a modo de estera y puesto a orear. Ni un solo bucle de sus rizos anteriores osó plantearse la conveniencia o no de lo correcto. Allí sólo había verdad y la verdad pedía paso. El coro tintineante de las copas apiñadas se unía a las risas que reaccionaban con décimas de segundo de retraso en una digestión vivaz de semejante vorágine de certezas. Guiños a la edad como árnica hacia su paso que desde las mesas adyacentes corroboraban y  un punto de complicidad con la sangre que la sangre aplaudió. Hora y media de espectáculo tan íntimo como provocador, tan abierto como sutil, tan procaz como merecedor de todo el aplauso que lo cierto merece. Grande, Patricia, grande.   Puedes  seguir vistiendo de luto para acceder a la tarima pero lo que no admite dudas  es que el iris de la inteligencia sobre un escenario te viste por dentro.        

Jesús(defrijan)

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