lunes, 5 de octubre de 2015


        ¡Qué pereza!

No pudo evitar  semejante exclamación cuando en algún momento del discurrir diario se le presentaba  una situación que la reclamaba. Normalmente la utilizaba como escudo resbaladizo por el que dejar caer las estupideces que solían  buscarle como diana a la espera de acertar en los círculos internos no trazados. Pereza a la hora de demostrar aquello que no necesitaba demostración, sino más bien un punto de credibilidad exento de capas oscuras sobre el azul. Pereza para seguir una discusión que a nada conducía  porque uno de los interlocutores se cerraba  en banda y no había forma de hacerle entrar en razón por considerarse dueño de la misma. Pereza a la hora de enfadarse porque el hecho de hacerlo implicaba un desgaste fútil que a nada conducía y de la nada provenía. Procuraba delinear un boceto tan simple como comprensible a la espera de que el ojo avizor del observador atento así lo percibiera, asumiese y creyese. De nada servía intentar quitar la venda a quien se empeñaba  en vestirla sobre los ojos de la suspicacia sin ningún acierto ni interés por reconocerse errado. Poco importaba ya lanzar al viento las proclamas que  en ocasiones anteriores  llegó a usar como justificación innecesaria. Se había acostumbrado a caminar a expensas de las reclamaciones que ejercían su labor como cepos hacia sus pasos  desde la cuneta de la vida. Había sumado tantas dichas como decepciones y sabía que a una noche cerrada le sucedería una mañana luminosa de nuevo sobre la que desperezar adioses. Nada de paso vivaz delante sino más bien al lado. A veces aceptaba el precio excesivo a pagar por su forma de actuar y el empeño duraba hasta la curva siguiente. Una vez doblada la esquina, por más reclamos que escuchase, por más reconocimientos de errores que le llegasen, en un último acto de compasión lanzaba para sí un “¡qué pereza!”; eso sí, sin alzar demasiado la voz para no dañar a quien tanto tiempo se estuvo dañando en su propia  creencia que por fin entendió como absurda.  Si lo veis pasar, fijaos en sus ojos; posiblemente lancen a la cara sin pestañear una sonrisa que más que perdonar esculpe lástimas  y su innato sentir le impide vociferar para no hurgar en la herida. Haced como él, dejad que la vida  discurra y lanzad a vuestro propio retrato la exclamación que no os curará pero hará menos gravoso el daño que vosotros mismos creísteis, creasteis  y dejasteis crecer.   

 

Jesús(defrijan)

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