¡Qué pereza!
No pudo evitar
semejante exclamación cuando en algún momento del discurrir diario se le
presentaba una situación que la reclamaba.
Normalmente la utilizaba como escudo resbaladizo por el que dejar caer las
estupideces que solían buscarle como
diana a la espera de acertar en los círculos internos no trazados. Pereza a la
hora de demostrar aquello que no necesitaba demostración, sino más bien un
punto de credibilidad exento de capas oscuras sobre el azul. Pereza para seguir
una discusión que a nada conducía porque
uno de los interlocutores se cerraba en
banda y no había forma de hacerle entrar en razón por considerarse dueño de la
misma. Pereza a la hora de enfadarse porque el hecho de hacerlo implicaba un
desgaste fútil que a nada conducía y de la nada provenía. Procuraba delinear un
boceto tan simple como comprensible a la espera de que el ojo avizor del
observador atento así lo percibiera, asumiese y creyese. De nada servía
intentar quitar la venda a quien se empeñaba en vestirla sobre los ojos de la suspicacia
sin ningún acierto ni interés por reconocerse errado. Poco importaba ya lanzar
al viento las proclamas que en ocasiones
anteriores llegó a usar como
justificación innecesaria. Se había acostumbrado a caminar a expensas de las
reclamaciones que ejercían su labor como cepos hacia sus pasos desde la cuneta de la vida. Había sumado
tantas dichas como decepciones y sabía que a una noche cerrada le sucedería una
mañana luminosa de nuevo sobre la que desperezar adioses. Nada de paso vivaz
delante sino más bien al lado. A veces aceptaba el precio excesivo a pagar por
su forma de actuar y el empeño duraba hasta la curva siguiente. Una vez doblada
la esquina, por más reclamos que escuchase, por más reconocimientos de errores
que le llegasen, en un último acto de compasión lanzaba para sí un “¡qué
pereza!”; eso sí, sin alzar demasiado la voz para no dañar a quien tanto tiempo
se estuvo dañando en su propia creencia
que por fin entendió como absurda. Si lo
veis pasar, fijaos en sus ojos; posiblemente lancen a la cara sin pestañear una
sonrisa que más que perdonar esculpe lástimas
y su innato sentir le impide vociferar para no hurgar en la herida.
Haced como él, dejad que la vida
discurra y lanzad a vuestro propio retrato la exclamación que no os
curará pero hará menos gravoso el daño que vosotros mismos creísteis,
creasteis y dejasteis crecer.
Jesús(defrijan)
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