Londres ( capítulo III) Speaker, s
Corner y Camden Town
Siguiendo las indicaciones de alguien que logró despertar la
curiosidad, aquel domingo acudimos al parque en cuestión y buscamos la esquina
en cuestión. Parece ser que la gracia real tuvo a bien hace años el habilitar
dicho lugar como parlamento improvisado a todo aquel que quisiera hacerse oír
alegando sus derechos a ser escuchado y evitando con ello el entorpecimiento
del tránsito por las calles de la urbe. Como condición previa debían guardar
respetuosa distancia con los colegas que así lo decidiesen y provistos de
taburete de tres peldaños con atril afincarse en semejante sombra a la espera
de público. De modo que careciendo del mobiliario no pude por menos que buscar
un hueco y desde él lanzar al cielo los versos nacidos a la vera del Tajo para así
dejar constancia de la inmortalidad del maestro. Por suerte, unos orientales se
afanaron en grabar lo que a todas luces les pareció curioso y más curioso me
resultó el recibir los aplausos de aquellos ojos rasgados amantes de la poesía.
Mientras tanto, a mi diestra un líder comunista exhortaba a unos y a mi
siniestra un pastor buscaba rebaño para su iglesia en ciernes. De modo que
cumplida con la promesa del verso, Camden se dispuso a abrirnos sus brazos en
aquel laberinto policromado que le da forma a cualquier extravagancia vista
como normal. Si alguna vez alguien duda de qué significa flema no tiene más que acercarse para comprobar que
la normalidad se instala en medio de aquellos chiringuitos a modo de
estandarte permisivo. Si por un momento vence a la tentación y ofrece su piel,
el tatuador le dejará su firma y podrá
sentirse como un nuevo Drake en busca de prebendas conseguidas con el abordaje
consiguiente al bajel de la provocación.
Y ya sólo nos restaba asistir a la verja de palacio a contemplar el
famoso cambio de la guardia. Ningún día precisó de paraguas y por lo tanto este
seguía en la maleta a la espera de su estreno. Y allí de abrieron los cielos.
Con el gentío agolpado en torno a la estatua de la Reina Victoria el refugio
inexistente no pudo impedir el baño celeste y comunitario del que se libraron
quienes fueron más previsores. Absolutamente empapados, a golpe de brazos
remolinos conseguimos que un hindú accediese a portarnos al cobijo de las
moquetas que seguían oliendo a mostaza. Ni siquiera el paso posterior por los afamados almacenes pudo poner un
punto de alivio a las pituitarias que seguían cegadas con semejante aroma.
Londres concluía y para ser la primera vez dejaba abierta la puerta a repetir.
He de admitir que aquella primera animadversión hacia ella había quedado atrás
y comenzaba a plantearse un próximo
regreso.
Jesús(defrijan)
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