Praga ( capítulo I)
Como toda ciudad que se precie, un río la baña, protege y
segmenta. El Moldava es el que consigue
que esta capital de la Bohemia rezume un sabor a cuentos de palacio en los que
el taconeo de las húsares marcarían el
ritmo de las batallas a disputar. Tal es el sentido de aquella grandeza pasada
que incluso en la moneda mantienen su particularidad para no mezclarse con
quienes no consideran de su rango. Ciudad que perteneció a una nación que se
vio ocupada y sometida por quienes decidieron repartirse las fronteras tras la
II Guerra Mundial en cuya Plaza en honor a Wenceslao se rememora a aquel que
tuvo agallas suficientes como para enfrentarse a los tanques de ocupación y
convertirse en mártir de la causa. Una Plaza que semeja un cuadrilátero
desciende hacia los múltiples puestos en los que el andar del cerdo es asado a
ritmo para mayor gusto de quienes se atreven con él. Ni siquiera la presencia
camuflada de carteristas impide el disfrute de su paseo y en las inmediaciones
el tintineo de los relojes anuncia su nuevo ballet para regocijo del paseante.
Curiosa y variopinta la silueta de los carruajes que van de norte a sur
transportando a turistas con la paciencia del équido resignado. Y justo en las
inmediaciones del cementerio judío, él, el inigualable, el inaudito, el
inesperado guitarrista de color con
peluca blanca imitando a Amadeus. Guitarra española con tonos desafinados,
corcheas de sabor jamaicano y sobre el falso palosanto la pegatina de “I love
porno”. Sin duda la mezcolanza residía en él y desde luego la sinceridad surgía
de su alba dentadura a los compases de “No woman , non cry”. Sería cuestión de
visitar al Niño Jesús que tantas veces mencionase Sabina en aquella magnífica
canción titulada “Adivina , adivinanza”
y recuperar la compostura. Próximo a todo, el Puente de Carlos
custodiado por las hieráticas estatuas que hablaban de pasados a quienes
parábamos a cada momento ante los tenderetes ambulantes. Al fondo, retándonos
al ascenso, la colina del monte Petrin exhibiendo una réplica de la torre
Eiffel y como recompensa una vista panorámica de toda la grandeza de Praga. Ya
en el descenso, la pólvora dando nombre a otra de las torres afamadas bajo el
tizne gótico como puerta de entrada a la ciudad antigua que fuese. Quedaba para
la siguiente jornada el paseo por las letras doradas del callejón en el que la
Metamorfosis viese la luz desde las manos obedientes del intelecto atormentado.
Jesús(defrijan)
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