viernes, 15 de enero de 2016


Londres ( capítulo IV) De regreso

Como todo  viaje que se precie en el epílogo suele residir la valoración final y en este caso no iban a producirse excepciones. Así que llegados con tiempo suficiente a Heathrow tomamos asiento a la espera de que las pantallas anunciasen el vuelo con final en Madrid. El incesante trasiego de azafatas y comandantes de las infinitas líneas que tomaban dicho aeropuerto como punto de cruce no dejaba de ofrecer un espectáculo variopinto a la espera del anuncio de embarque. El tiempo pasaba y el retraso se hacía presente. Con un breve cálculo horario empezaba a hacerse difícil acoplarse al enlace con el puente hacia casa y la aventura se abría paso. Allá que las pantallas anunciaron el embarque, una horda de doscientos viajeros armados con las tarjetas acreditativas salieron en estampida hacia la sala de espera. Nadie cayó en la cuenta que el acceso al avión distaba mucho del de cualquier otro medio terrestre, y que de nada servía batir el récord de los cien metros lisos con el equipaje de mano colgado del hombro. Lentamente subimos a la cabina y una vez aposentados sonó la voz del comandante. Se nos anunciaba un retraso de dos horas debido a la congestión de las pistas por las inclemencias climáticas. Dos horas sentados viendo el cogote del de delante que dieron como resultado la llegada tardía a la capital y la pérdida prevista del enlace. Con lo puesto, y una vez confirmado el vuelo para el día siguiente, en el hotel acordado nos esperó un bufet que alivió la desilusión y puso un agravio comparativo a aquel que dejamos atrás con el perfume a mostaza aún grabado. Pasó la noche y tras el desayuno, un nuevo contratiempo. El microbús que nos llevaba de nuevo a la terminal resultaba sumamente escaso para tantos viajeros que esperábamos turno. No era cuestión de perder el vuelo y la picaresca vino en nuestro auxilio. Comencé a toser escandalosamente y a lanzar al aire la sospecha de ser portador de la gripe aviar. Inmediatamente, y con cierta repugnancia, muchos de los que guardaban turno delante de nosotros, decidieron apartarse y con ello llegamos a tiempo. Y allí  estaba él. Todo enfundado en un look negro, con botas vaqueras, pelo canoso encoletado, una uña en el meñique de dimensiones kilométricas y un mirada estrábica de la que pendía una cicatriz navajera. Acongojaba, vaya si acongojaba. Era la viva imagen de un sicario desplazándose en busca de cumplir una misión. De modo que procuré permanecer lo más alejado posible pero la fortuna me guardaba una última sorpresa. Era, por azares del destino, quien ocuparía un asiento a mi lado y automáticamente me convertí en una estatua de cera voladiza semejante a las que habíamos visto en el museo de Madame Tussauds. Voto de silencio y la mirada perdida para no provocar que aquel a quien suponía de mal carácter me diese motivos para corroborar mis sospechas. Sólo al aterrizar logré visualizar el inicio del tatuaje que en su antebrazo lucía. Empezaba por A.  

Jesús(defrijan)      

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