Londres ( capítulo IV) De regreso
Como todo viaje que se precie en
el epílogo suele residir la valoración final y en este caso no iban a
producirse excepciones. Así que llegados con tiempo suficiente a Heathrow
tomamos asiento a la espera de que las pantallas anunciasen el vuelo con final
en Madrid. El incesante trasiego de azafatas y comandantes de las infinitas
líneas que tomaban dicho aeropuerto como punto de cruce no dejaba de ofrecer un
espectáculo variopinto a la espera del anuncio de embarque. El tiempo pasaba y
el retraso se hacía presente. Con un breve cálculo horario empezaba a hacerse
difícil acoplarse al enlace con el puente hacia casa y la aventura se abría
paso. Allá que las pantallas anunciaron el embarque, una horda de doscientos
viajeros armados con las tarjetas acreditativas salieron en estampida hacia la
sala de espera. Nadie cayó en la cuenta que el acceso al avión distaba mucho
del de cualquier otro medio terrestre, y que de nada servía batir el récord de
los cien metros lisos con el equipaje de mano colgado del hombro. Lentamente
subimos a la cabina y una vez aposentados sonó la voz del comandante. Se nos
anunciaba un retraso de dos horas debido a la congestión de las pistas por las
inclemencias climáticas. Dos horas sentados viendo el cogote del de delante que
dieron como resultado la llegada tardía a la capital y la pérdida prevista del
enlace. Con lo puesto, y una vez confirmado el vuelo para el día siguiente, en
el hotel acordado nos esperó un bufet que alivió la desilusión y puso un
agravio comparativo a aquel que dejamos atrás con el perfume a mostaza aún
grabado. Pasó la noche y tras el desayuno, un nuevo contratiempo. El microbús
que nos llevaba de nuevo a la terminal resultaba sumamente escaso para tantos
viajeros que esperábamos turno. No era cuestión de perder el vuelo y la
picaresca vino en nuestro auxilio. Comencé a toser escandalosamente y a lanzar
al aire la sospecha de ser portador de la gripe aviar. Inmediatamente, y con
cierta repugnancia, muchos de los que guardaban turno delante de nosotros,
decidieron apartarse y con ello llegamos a tiempo. Y allí estaba él. Todo enfundado en un look negro,
con botas vaqueras, pelo canoso encoletado, una uña en el meñique de
dimensiones kilométricas y un mirada estrábica de la que pendía una cicatriz
navajera. Acongojaba, vaya si acongojaba. Era la viva imagen de un sicario
desplazándose en busca de cumplir una misión. De modo que procuré permanecer lo
más alejado posible pero la fortuna me guardaba una última sorpresa. Era, por
azares del destino, quien ocuparía un asiento a mi lado y automáticamente me
convertí en una estatua de cera voladiza semejante a las que habíamos visto en
el museo de Madame Tussauds. Voto de
silencio y la mirada perdida para no provocar que aquel a quien suponía de mal carácter
me diese motivos para corroborar mis sospechas. Sólo al aterrizar logré
visualizar el inicio del tatuaje que en su antebrazo lucía. Empezaba por A.
Jesús(defrijan)
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