Un piano para Mercedes y cuatro manos para el deleite
Si de algo puede presumir el barrio de Ruzafa de Valencia es de ser variopinto,
intercultural, cosmopolita y sorprendente. Si no fuese así sería difícil
entender cómo en un mismo espacio, por amplio que sea, se pueden diversificar
las opciones de ocio. Y más en concreto cómo en una sala como Mercedes en la
que el jazz tiene su ermita, tras la bienvenida del rockabilliero exInhumano que la regenta, un auditorio esperaba
expectante tal actuación. Allí nos llevó la llamada de amistad que siempre obra
el milagro de saberse preocupar por la difusión de la cultura, en este caso
musical. Amistad nacida de entre su propia sangre hacia uno de los geniales
pianistas que se disponía a abrir el recital enfundado en un negro riguroso
coronado con la pajarita roja a modo de acicate hacia sus yemas. Así, Enrique
Carmona, tras unos segundos de pausa silenciosa, comenzó. Y aquí fue donde mis propias envidias empezaron
a volar a su antojo. Sus manos saltaban coordinadas de unas teclas a otras y tras
el reflejo del piano de cola no pude por menos que lamentar no tener semejante
don como el que mostraba Enrique. Las notas recorrían la sala que se había
sellado al ruido exterior y desde las cuerdas del piano se nos mostraba la inmortalidad
hecha presente. Ni un solo parpadeo auricular para no perderse detalles de
quien con las partituras interiorizadas nos permitía el deleite de gozar de su
música. Por un momento recordé aquello que se menciona de Beethoven cuando, notando los efectos de la
sordera provocada por el mercurio del pescado ingerido, serró las patas del
piano para seguir componiendo a ras de suelo con la ayuda de la vibración de la
tarima. Era magia lo que allí se respiraba y una vez finaliza su actuación la serenidad volvió a su rostro. Había
cumplido sobradamente con lo esperado y el descanso se hacía preceptivo. Pasado quince minutos, recogió el testigo
Rubén Morcillo. Este, la viva imagen del alumno aventajado, del
pulcro niño que fuese educado en la corrección de la forma, tomó asiento y tomó
partido. Y sus manos se desbocaron como cuadrigas del circo de un pentagrama
aprendido para dejarnos sin aliento. Una
bipolaridad en diestra y siniestra como si de dos seres que tocaban a dúo en
una misma persona se tratase. Unas veces la derecha saltaba sobra la izquierda
que no paraba de teclear y otras veces a la inversa. Ni siquiera los ínfimos
momentos de duda iniciales tuvieron descanso. Aquello era un oleaje de notas
que golpeaban el malecón de nuestro silencio admirativo. Una pared
poblada de carátulas de antiguos vinilos se revestía de grandeza ante lo que
allí estábamos presenciando y una última composición personal cerró el evento.
Y lo cerró con el poso que produce el saberse testigo de algo hermoso protagonizado
por dos genios llamados Enrique Carmona y Rubén Morcillo que en cualquier lugar
con un mínimo de sensibilidad musical serían reconocidos como se merecen. La
tarde daba paso a la noche y Ruzafa, una vez más, y esta vez de modo especial,
nos había recompensado.
Jesús(defrijan)
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