Budapest (capítulo VI): El Danubio Azul y la cena zíngara
No podía faltar y evidentemente
no faltó. Como todo turista dirigido que se precie, el Danubio nos
esperaba para hacernos creer lo que no éramos. De modo que con la desgana
propia de aquellos que se mueven en la ruta de lo cotidiano, el comandante del
barco zarpó. A ambos lados volvimos a contemplar la magnificencia de las
construcciones y a mitad de travesía sonó. Todo preparado para mayor goce de lo
previsible y desde los acordes enlatados de Johann Strauss el ritmo del vals
se acomodó al de las aguas. Más de uno intentó marcarse unos pasos de baile
creyéndose un húsar condecorado en mitad de la sala acristalada de palacio. La
cuestión era dejarse llevar por la imaginación y bajo su inmenso poder el mini
crucero cumplió con su misión. Ya podíamos decir aquello de “yo estuve aquí” y
con eso bastaba .Y ya dejamos pasar las horas con la desgana propia de quien
espera un epílogo festivo. Llegó el atardecer y de nuevo a lomos del autobús
emprendimos ruta hacia los bosques
cercanos. Allí, tras unos kilómetros de laberintos arbóreos estaban. Un
establecimiento engalanado con todo el atrezo folclórico a la espera de
turistas. En la bienvenida, un rosco diminuto de pan como obligatorio
amortiguador del licor servido en dedales. Palinka, así se denomina. Y de nuevo
volvieron los recuerdos de Karlovary a hacerse presentes. Era como si un duelo
gástrico se hubiese entablado entre el bechervodka checo y el palinka húngaro. A duras penas el
pan logró aminorar los ardores y con los
gaznates en ignición pasamos al restaurante. Todo al más puro estilo campestre
con mesas alargadas y bancos corridos sobre los que tomar asiento. Y sin más
dilación, los escanciadores de vinos abriendo sus inmensas pipetas para
repostar tu copa mientras llegaba el sustento. Y de fondo música acorde con el
ritmo de servicio más propio de la prisa que del sosiego. Y más vino, y fotos,
y costillas, y palinka. Y los rostros
enrojeciéndose por momentos. Y otra foto, y más aplausos y Maritza desde la distancia callando un “míralos cómo disfrutan”. Y de
buenas a primeras, sobre el escenario, el grupo de baile ataviado para seguir
dando ritmo a la cena. Y el osado de turno que se anima a subir y danzar aun a
riesgo de aterrizar sobre alguna de las mesas. Y entonces alguien se acuerda
del “ Danubio Azul” y lo entona como si
fuese un himno asturiano, y el desparrame toma cuerpo. De modo que antes de lo
previsto, el frenético ritmo termina, y regresamos con el sabor pastoso del
brebaje recordando los excesos. Poco importa
ya la última visita nocturna a los miradores a
quienes más parecemos protagonistas de aquella inolvidable canción de Dova. Con
todo ello, Centroeuropa, había merecido la pena, y el viaje sería recordado a
ritmo de vals.
Jesús(defrijan)
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