domingo, 24 de enero de 2016


Budapest (capítulo VI): El Danubio Azul y la cena zíngara



No podía faltar y evidentemente  no faltó. Como todo turista dirigido que se precie, el Danubio nos esperaba para hacernos creer lo que no éramos. De modo que con la desgana propia de aquellos que se mueven en la ruta de lo cotidiano, el comandante del barco zarpó. A ambos lados volvimos a contemplar la magnificencia de las construcciones y a mitad de travesía sonó. Todo preparado para mayor goce de lo previsible y desde los acordes enlatados de Johann Strauss el ritmo del vals se acomodó al de las aguas. Más de uno intentó marcarse unos pasos de baile creyéndose un húsar condecorado en mitad de la sala acristalada de palacio. La cuestión era dejarse llevar por la imaginación y bajo su inmenso poder el mini crucero cumplió con su misión. Ya podíamos decir aquello de “yo estuve aquí” y con eso bastaba .Y ya dejamos pasar las horas con la desgana propia de quien espera un epílogo festivo. Llegó el atardecer y de nuevo a lomos del autobús emprendimos ruta hacia  los bosques cercanos. Allí, tras unos kilómetros de laberintos arbóreos estaban. Un establecimiento engalanado con todo el atrezo folclórico a la espera de turistas. En la bienvenida, un rosco diminuto de pan como obligatorio amortiguador del licor servido en dedales. Palinka, así se denomina. Y de nuevo volvieron los recuerdos de Karlovary a hacerse presentes. Era como si un duelo gástrico se hubiese entablado entre el bechervodka  checo y el palinka húngaro. A duras penas el pan logró aminorar los ardores  y con los gaznates en ignición pasamos al restaurante. Todo al más puro estilo campestre con mesas alargadas y bancos corridos sobre los que tomar asiento. Y sin más dilación, los escanciadores de vinos abriendo sus inmensas pipetas para repostar tu copa mientras llegaba el sustento. Y de fondo música acorde con el ritmo de servicio más propio de la prisa que del sosiego. Y más vino, y fotos, y costillas, y palinka.  Y los rostros enrojeciéndose por momentos. Y otra foto, y más aplausos y  Maritza desde la distancia  callando un “míralos cómo disfrutan”. Y de buenas a primeras, sobre el escenario, el grupo de baile ataviado para seguir dando ritmo a la cena. Y el osado de turno que se anima a subir y danzar aun a riesgo de aterrizar sobre alguna de las mesas. Y entonces alguien se acuerda del “ Danubio  Azul” y lo entona como si fuese un himno asturiano, y el desparrame toma cuerpo. De modo que antes de lo previsto, el frenético ritmo termina, y regresamos con el sabor pastoso del brebaje recordando los excesos. Poco importa  ya la última visita nocturna a los miradores a quienes más parecemos protagonistas de aquella inolvidable canción de Dova. Con todo ello, Centroeuropa, había merecido la pena, y el viaje sería recordado a ritmo de vals.

Jesús(defrijan)

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