Budapest (capítulo V): Maritza
Así se llamaba aquel torbellino que relevó a Silvia como guía en esta
inmensa ciudad llamada. Sus rasgos
confirmaban una mezcla de cromosomas y una agitada vida que la había llevado a
la situación actual desde la vorágine de su nerviosismo. No precisaba micrófono
y como única aditivo un abanico la acompañaba en su misión. Emprendimos tras la
estela de su verborrea la visita en la que el Puente de las Cadenas nos cedió
paso hacia el Castillo mientras el inmenso edificio del Parlamento seguía
recontando el paso incesante de paquebotes turísticos sobre las aguas. El
calor, compañero inmisericorde a lo largo de la mañana, disputaba con las
murallas la atención de quienes intentábamos dejar huella de nuestro paso a
ritmo de píxeles. Un trasiego incesante de autobuses para destilar en breve
tiempo lo que supuso un esplendor de siglos. De modo que con la premura del
horario a cumplir descendimos hacia la Plaza de los Héroes en las que se rinde
tributo a las siete tribus fundadoras de la ciudad y en medio de todo aquel homenaje
al pasado aparecieron ellos, los Hare
Krishna. El colorido vino a sumarse
a la inmensidad del lugar y la
enorme carroza sobre la que se recogían dádivas captó nuestra atención por
encima de los testamentos magiares. Maritza intentando no perder audiencia y
aquellos seres rapados y vestidos con túnicas entonando sus fanfarrias a ritmo
de sus crótalos manjeera y tambores mridanga. Nosotros insistiendo en buscar
una sombra y en las cercanías los restos de la vergüenza. Sobre la acera de lo
que fuese el edificio de la Gestapo en esta ciudad las fotografías de algunos
de los exterminados reclamaban un no olvido a todos quienes seguimos sintiendo
repulsa por semejantes actos. Y más allá, sobre el patio de la Sinagoga, un
sauce llorón dorado en el que cada una de las hojas lleva inscrito el nombre de
un mártir judío a modo de recordatorio. Lo de menos era que Tony Curtis fuese
el mecenas del mismo. Un Holocausto como aquel prestaba a nuestros ojos la
auténtica cara de la locura cuando alcanza el poder. Quizás por eso, para
intentar aliviarnos el ánimo, en el Café New York buscamos acomodo y reposo.
Desde una de las estanterías, un Puskas sonriente y juvenil, hablaba de
logros deportivos más allá del dolor, más acá de la alegría. Concluía otra jornada
y el vino tomó el relevo. La noche se cernía y tras descender cientos de
metros, las vías nos llevaron de regreso a las cortinas de cretona que tan
necesarias se hacían en aquellos tempranos amaneceres.
Jesús(defrijan)
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