viernes, 8 de enero de 2016


Lisboa (capítulo I)  

Con los ecos de los villancicos emprendimos ruta hacia Lisboa aquella mañana de nieblas y recuerdos dolorosos a los que había que alejar de tales fechas. Poco importaba que las encinas echaran de menos a las cigüeñas que meses antes habían tomado a las dehesas extremeñas como zonas de descanso. El sentido hacia  poniente  nos  orientaba  hacia Lisboa y cierto sabor a fado se empezaba a sentir al aproximarnos al estuario del Tajo. Allí el puente colgante rendía homenaje a una revolución que trajo consigo la rendición de proclamas vetustas a los pies de los pétalos de claveles un veinticinco de Abril que esta vez calaron fusiles. Y el trazado de sus avenidas feneciendo en el mar como si la imperiosa necesidad de descubrir se hiciera presente a cada instante e hinchase las velas en pos de nuevos horizontes. Escaparates plagados de bordados y gallos vestidos de cerámica dando la bienvenida mientras el traqueteo que sonaba a añejo seguía la senda de las vías arteriando las cuestas. El Barrio Alto desde el que divisar a las otras colinas echando un pulso al castillo de San Jorge que alardeaba de fortaleza parapetándose en sus cañones fundidos en sueños. Vasco de Gama cediendo su nombre a otro puente por el que despedirse de la ciudad que nunca se aleja de quien la vive. Y a pie de aguas la Plaza del Comercio en la que las transacciones hablaban de fardos cargados con carruchas dispuestos a recorrer océanos y dominar las rutas costeras. Santa Justa elevándose a las alturas para volver a mostrar la inmensidad de un sentimiento mientras el sabor salado tomaba cuerpo y redundaba en la fama gastronómica de mil variedades compuesta. Sabor a ultramarinos desde el saudade entonado por Ana Moura  y en aquel rincón  Saramago dando una lección magistral sin alzar la voz de cómo se puede vivir en la más cruel de las cavernas cuando decidimos aceptarla como propia existencia. Y Pessoa reconociendo en su intento por conocerse que  cualquiera es   “ el intervalo entre lo que deseo ser y los demás me hicieron”. No fue preciso nada más que desplazarse unos kilómetros para sumergirse en la grandiosidad de los Jerónimos de Belén y descender al túnel de acceso al Monumento de los Descubrimientos para verlo de cerca. Era quien entonaba a capela el fado más sincero que se pudo escuchar en el subsuelo de la avenida; era la exposición clara de la dignidad que renuncia a limosna sin ofrecer nada a cambio; era quien apoyado sobre el muro y con el auxilio de una  botella de agua cantaba como solo los firmes  saben cantar cuando el alma se abre; era, “El ciego que cantaba fados” quien supo ponernos la piel erizada a cambio de nuestro silencio al depositarle el agradecimiento que tanto mereció.  

Jesús(defrijan)

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