Lisboa (capítulo I)
Con los ecos de los villancicos emprendimos ruta hacia Lisboa aquella
mañana de nieblas y recuerdos dolorosos a los que había que alejar de tales
fechas. Poco importaba que las encinas echaran de menos a las cigüeñas que
meses antes habían tomado a las dehesas extremeñas como zonas de descanso. El
sentido hacia poniente nos
orientaba hacia Lisboa y cierto
sabor a fado se empezaba a sentir al aproximarnos al estuario del Tajo. Allí el
puente colgante rendía homenaje a una revolución que trajo consigo la rendición
de proclamas vetustas a los pies de los pétalos de claveles un veinticinco de
Abril que esta vez calaron fusiles. Y el trazado de sus avenidas feneciendo en
el mar como si la imperiosa necesidad de descubrir se hiciera presente a cada
instante e hinchase las velas en pos de nuevos horizontes. Escaparates plagados
de bordados y gallos vestidos de cerámica dando la bienvenida mientras el
traqueteo que sonaba a añejo seguía la senda de las vías arteriando las
cuestas. El Barrio Alto desde el que divisar a las otras colinas echando un
pulso al castillo de San Jorge que alardeaba de fortaleza parapetándose en sus
cañones fundidos en sueños. Vasco de Gama cediendo su nombre a otro puente por
el que despedirse de la ciudad que nunca se aleja de quien la vive. Y a pie de
aguas la Plaza del Comercio en la que las transacciones hablaban de fardos
cargados con carruchas dispuestos a recorrer océanos y dominar las rutas
costeras. Santa Justa elevándose a las alturas para volver a mostrar la
inmensidad de un sentimiento mientras el sabor salado tomaba cuerpo y redundaba
en la fama gastronómica de mil variedades compuesta. Sabor a ultramarinos desde
el saudade entonado por Ana Moura y en
aquel rincón Saramago dando una lección
magistral sin alzar la voz de cómo se puede vivir en la más cruel de las cavernas
cuando decidimos aceptarla como propia existencia. Y Pessoa reconociendo en su
intento por conocerse que cualquiera
es “ el intervalo entre
lo que deseo ser y los demás me hicieron”. No fue preciso nada más que
desplazarse unos kilómetros para sumergirse en la grandiosidad de los Jerónimos
de Belén y descender al túnel de acceso al Monumento de los Descubrimientos
para verlo de cerca. Era quien entonaba a capela el fado más sincero que se
pudo escuchar en el subsuelo de la avenida; era la exposición clara de la
dignidad que renuncia a limosna sin ofrecer nada a cambio; era quien apoyado
sobre el muro y con el auxilio de una
botella de agua cantaba como solo los firmes saben cantar cuando el alma se abre; era, “El
ciego que cantaba fados” quien supo ponernos la piel erizada a cambio de
nuestro silencio al depositarle el agradecimiento que tanto mereció.
Jesús(defrijan)
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