Dublín (capítulo I)
Sería tan breve la estancia como
para hacerse una ligera idea de lo que la isla guardaba y el sabor a derrota
asumida a través de los siglos embarcó con nosotros. De camino aparecieron las
imágenes extraídas de aquellas obras cinematográficas
en las que el poso a drama se respira desde el primer fotograma. De ahí que
durante el traslado las innumerables incógnitas no supieran aportar solución
alguna y decidiéramos dejarnos llevar
por el ánimo de descubrir. Cuna de escritores a los que habría que rendir
pleitesía a la vez que sorteábamos las calles plagadas de pubs festivos que
llamaban a ritmo de cerveza negra a todo tipo de viandantes. Allí el Temple Bar mostraba la cara enrojecida de
quienes se agolpaban ante la barra a la espera de escuchar el himno dedicado a
su famosa pescadera Molly Malone y firmar el
compromiso de entrar como extraño y salir como amigo. Y por todas partes la
constancia de ser sede de catolicismo para mayor ira de la corona vecina. Sortear el río Liffey por el famoso puente de Half Penny
para zigzaguear por ambas riberas provoca un mimetismo tan cotidiano
como sencillo de asimilar. Y más allá, James Joyce, desde su púlpito bronceando
tras su mirada hierática, callando una explicación a su obra para continuarla
inmortal. No sería preciso desplazarse en demasía hasta llegar a la casa natal
de Óscar Wilde y dar fe de cuánta grandeza acumula un ser privilegiado en su
corta e intensa existencia. Posando como el dandy que fuera, su escultura
recostada sobre un monolito pétreo habla más de lo que muchos vociferan y da
por bueno el lema de rendirse a la
tentación como remedio ante su llegada. En aquella esquina del parque Merrion el estilo se conjuga con la sapiencia
y la inmortalidad se retrata sin culpa alguna. Por un momento pareció como si
Dorian se ocultase tras un espejo de sombras delatadoras de una existencia sin
límites. De regreso a la zona mundana, la Catedral de San Patricio alzándose como custodia de almas que empezaban a
transitar por las aceras con paso titubeante y hálito a wiski refrendando la leyenda que atribuye al santo la llegada a
la isla del proceso de destilación. Tanto si fue ese su propósito como si no lo
fue, que cada cual juzgue los resultados. Mientras tanto, el Trinity mantendrá
imperturbable su orgullo de haber sido cuna de genios, creencias aparte. Quizás
por ello se hacía preciso acabar la
jornada en Stephens Green sobre la
hierba, descalzos y asombrados de cómo
el sol se atreve a aparecer para disipar las nieblas de un carácter que se nos
mostraba en toda su versión desmaquillada. Que todo Dublín estuviese plagado de estudiantes hispanos no dejaba de ser una casualidad convenientemente
provocada, astutamente diseñada y prudentemente ofrecida tras el señuelo de un
trébol de tres hojas.
Jesús(defrijan)
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