miércoles, 20 de enero de 2016


Praga(capítulo III) Kafka y Palach

Ascendimos a una de las colinas de la ciudad y tras volver a comprobar la belleza de cuanto se abría a nuestros pies fuimos a parar al Callejón de Oro. Reza la leyenda que  debe su denominación al interés de un rey por conseguir la piedra filosofal que tantas utopías prendió en la Edad Media. Y a fe que tuvo éxito, aunque siglos después y no en la forma que soñó.  Allá, en el número veintidós, en el mínimo espacio que las viviendas ofrecen, residió Franz Kafka. Quiero pensar que lejos de amilanarse ante semejantes estrecheces logró darle sentido a su maestría con la pluma y ser capaz de espolear y seguir espoleando a todos aquellos lectores que perciben cómo la sociedad no suele aceptar la metamorfosis del individuo que se sale de la senda trazada. Dejaremos  al lector la posibilidad de adentrarse en ese mundo tan intimista para que descubra por sí mismo el tipo de insecto en el que lo está convirtiendo el conformismo y seguiremos la ruta hacia las garitas en las que unos soldados soportan estoicamente los rayos solares  inclementes desde la marcialidad de su oficio y para asombro de quienes llegamos a pensar que eran maniquíes allí colocados. Justo enfrente, a voz en grito, cargado de pancartas que poco precisaban traducción, un loco cuerdo se parapetaba tras las soflamas que protestaban sobre todo tipo de  injusticias hacia los oprimidos. Un clon de ermitaño sin camisa y sin más Galones que una conciencia interior que clamaba en el desierto de aquellas murallas al que pocos prestamos atención. Una vez más quedaba patente el hecho que anticipase el genio de las letras y en esta ocasión el escarabajo iba desnudo. Al fondo, siguiendo su ritmo acostumbrado, el río nos reclamaba como queriendo poner un epílogo de transición a las jornadas que nos había prestado. La Plaza de la Ciudad Vieja volvía a exhibir su carrillón entre las innumerables variaciones del lúpulo que tanta fama les proporciona. El mercado próximo cerraba la jornada y en los rustidores ambulantes una nueva hornada de cerdos cambiaba de color y se convertía en gustoso alimento para los viandantes hambrientos. En una última despedida un monumento volvía a recordarnos que Jan Palach obró conforme al sentido de la justicia desarmado de pólvoras y cargado de razones. Sin duda el hermetismo ante las emociones del pueblo checo tenía su origen en el convencimiento de lo correcto de su actuación más allá de alharacas fanfarronas. Ahora entiendo cómo el calificativo de moravio se suele aplicar a algunos, en algunos casos, de modo injusto.   



Jesús(defrijan)        

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