Praga(capítulo III) Kafka y Palach
Ascendimos a una de las colinas de la ciudad y tras volver a comprobar
la belleza de cuanto se abría a nuestros pies fuimos a parar al Callejón de
Oro. Reza la leyenda que debe su
denominación al interés de un rey por conseguir la piedra filosofal que tantas
utopías prendió en la Edad Media. Y a fe que tuvo éxito, aunque siglos después
y no en la forma que soñó. Allá, en el
número veintidós, en el mínimo espacio que las viviendas ofrecen, residió Franz
Kafka. Quiero pensar que lejos de amilanarse ante semejantes estrecheces logró
darle sentido a su maestría con la pluma y ser capaz de espolear y seguir
espoleando a todos aquellos lectores que perciben cómo la sociedad no suele
aceptar la metamorfosis del individuo que se sale de la senda trazada.
Dejaremos al lector la posibilidad de adentrarse
en ese mundo tan intimista para que descubra por sí mismo el tipo de insecto en
el que lo está convirtiendo el conformismo y seguiremos la ruta hacia las
garitas en las que unos soldados soportan estoicamente los rayos solares inclementes desde la marcialidad de su oficio
y para asombro de quienes llegamos a pensar que eran maniquíes allí colocados.
Justo enfrente, a voz en grito, cargado de pancartas que poco precisaban
traducción, un loco cuerdo se parapetaba tras las soflamas que protestaban
sobre todo tipo de injusticias hacia los
oprimidos. Un clon de ermitaño sin camisa y sin más Galones que una conciencia
interior que clamaba en el desierto de aquellas murallas al que pocos prestamos
atención. Una vez más quedaba patente el hecho que anticipase el genio de las
letras y en esta ocasión el escarabajo iba desnudo. Al fondo, siguiendo su
ritmo acostumbrado, el río nos reclamaba como queriendo poner un epílogo de
transición a las jornadas que nos había prestado. La Plaza de la Ciudad Vieja
volvía a exhibir su carrillón entre las innumerables variaciones del lúpulo que
tanta fama les proporciona. El mercado próximo cerraba la jornada y en los
rustidores ambulantes una nueva hornada de cerdos cambiaba de color y se
convertía en gustoso alimento para los viandantes hambrientos. En una última
despedida un monumento volvía a recordarnos que Jan Palach obró conforme al
sentido de la justicia desarmado de pólvoras y cargado de razones. Sin duda el
hermetismo ante las emociones del pueblo checo tenía su origen en el
convencimiento de lo correcto de su actuación más allá de alharacas
fanfarronas. Ahora entiendo cómo el calificativo de moravio se suele aplicar a
algunos, en algunos casos, de modo injusto.
Jesús(defrijan)
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