Nimes( capítulo I)
Mucho antes de que los vuelos se convirtiesen en algo cotidiano la
carretera ocupaba un lugar de privilegio como vía natural de desplazamiento. De
modo que en un arrebato de sobremesa festiva surgió la idea y pronto empezamos
a diseñarla. Llegar a Suiza para intentar conocerla en una semana se ofrecía
como un reto de esos en los que o te animas a superarlo o el tiempo te privará
de esa posibilidad. No hizo falta mucho más a la hora de diseñar la ruta y una
parada obligatoria a mitad de camino se hacía imprescindible. De ahí que
emprendimos el desplazamiento hacia la
frontera norte y antes de lo calculado atravesábamos los Pirineos y nos
adentrábamos en Francia. A popa, un surtidísimo equipaje en el que se incluía
un melón de piel de sapo a modo de alacena ambulante nos iría proporcionando la
reposición de fuerzas sin mayor pausa
que la estrictamente necesaria. No en balde las áreas de servicio campestres se
diseminaban cada decena de kilómetros y le daban un tono bucólico al hecho en
sí de galopar sobre los octanajes hacia Nimes. En efecto, una vez descartada
Aviñón, Nimes sería la ciudad elegida como punto de descanso. De modo que
tomamos posesión de la habitación e inmediatamente la visita por la senda de la
historia se hizo realidad. El Arena se nos mostró en su máximo esplendor y con un
estado de conservación digno de alabanza se erigía como orgulloso escenario de
pasadas y presentes representaciones. Transitar por sus corredizos y verse
envuelto en los gritos de gladiadores dispuestos al combate fue todo uno. Los
rugidos de las fieras llegando hasta los pretiles desde los que un pulgar
indeciso dictaría sentencia de inmediato cumplimiento y el pueblo aceptando el
pan y circo con el que resignarse a su suerte. La forma elíptica del mismo como
simulado ojo sobre el que el iris del patricio buscaría reconocimiento a sus
méritos y un próximo evento taurino en el que la lucha a capa y estoque haría
renacer la liturgia de la fiesta para goce de unos y rechazo de otros. Más
arriba, alejándonos del ruido y la sangre, los Jardines de la Fontaine aportando a la tarde ese sosiego entre
arboledas y peldaños hacia el mirador desde el que otear a la ciudad. Fuentes
ornadas y estanques dormidos dando un
toque versallesco al entorno cuyas cancelas, doradas y negras, albergaban a los artistas callejeros que los
habían elegido como escenario. Cesaba el día y con él la sensación de
interinidad de quienes sabíamos que nuestro destino estaba más al noreste y en
la brevedad de las horas lo haríamos nuestro.
Jesús(defrijan)
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