19 días y
500 noches
El filón
de las obras musicales parece no tener fin. En base a este o aquel motivo las
partituras saltan al escenario y aprovechando el tirón de las canciones ya
conocidas auguran un éxito. Y si, como en el caso de anoche, las letras
musicadas de Joaquín Sabina se revisten con la túnica de canalla que tanto ha
lucido, pues parece que la opción está clara: había que ir. Los acordes de un excelente
grupo de maestros ejercieron de maestros de ceremonias y todo el auditorio
esperábamos ansiosos la evolución de la obra. Alguien comentó que se alargaría
más allá de las dos horas y media y en base a los estribillos que cada tatareábamos
para nuestros adentros dimos por válida la extensión. Cinco minutos de
rigurosos retraso y el telón abierto. Primera sorpresa. Una componente llamada Sabina,
de la que media hora después descubrí que era un espectro de alguien que vivió
en esos ambientes, comenzaba a cantar. Llegué a pensar en serios problemas auditivos
al no entender en absoluto la melodía que interpretaba. La orquesta superaba
con creces a la voz y mi desconcierto echaba a andar. La cosa continuó con unos
veinte personajes más a los que apenas pude vestir de modo inteligible. Fulanas
buenas, mafiosos ingenuos, torpes de comicidad simple que arrancaban las
risas con gags de sobra conocidos, y un
argumento aún por descubrir. Y el culo, juzgador equilibrado, moviéndose en mi
asiento de aquí para allá. Mala señal; aquello no era lo esperado. Para más
inri, una selección musical que ni siquiera los amigos más sabineros nos acompañaban
se atrevieron a tararear iba completando esa macedonia inconexa. Así, entre
grises y números musicales que no venían a cuento, el descanso. No salimos de
la sala por mantener la esperanza ingenua sobre el vuelo de la obra. Reanudación
con la canción que daba título a la puesta en escena, palmeos, algún que otro
coro desde las butacas y de nuevo, plof. Ya daba todo igual. Lo único que
quería era que aquello terminase lo más pronto posible. Supongo que la
casualidad así lo dispuso cuando nos dieron las diez y dimos por concluida la
tarde. Una pena, sin duda. Quizá las expectativas fueron demasiado elevadas y
la caída hacia el pozo de la decepción fue demasiado doliente. De cualquier
modo, ya sabéis lo que dicen de los críticos: que son malos autores; así que no
me hagáis demasiado caso y si los estribillos de Sabina empiezan a zumbaros en
los oídos, no os resistáis ¡A ver si voy a ser yo el único equivocado!
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