jueves, 5 de octubre de 2017


Los churros



Si algo tiene de genial el vocabulario es la posibilidad de transmitir más de lo que a simple vista parece. Su polisemia provoca más de un engaño más o menos intencionado y hasta que no descubres el contexto de la frase no acabas de entender todo el mensaje. De ahí que la mención aludida en el título invoque a pedir una taza de chocolate humeante y esperar a que la loza se enfríe para degustar semejante manjar. Así que mientras las papilas gustativas hacen cola en la bajada de temperatura, mientras el azúcar se disemina por encima de ellos, demos paso a otra acepción de dicha palabra. Más que nada para evitar equívocos. Son denominados churros aquellos cuya cuna está en los límites de la Comunidad Valenciana y, o bien son castellanohablantes, o son valencianohablantes con acento castellano. Según cada quien se adjudica una u otra versión. De modo que debería  a título personal adjudicarme dicha de nominación. Por cualquiera de las dos versiones, soy churro. Y lo soy con el pleno convencimiento de haber sido acogido como tantos otros por una tierra a la que hacemos nuestra. Generosa, receptiva, alegre, luminosa. Así es Valencia. Una tierra que se abre al mar sabiendo que los perfiles de las montañas que desde el mar se divisan marcan una línea en el horizonte que fronteriza las bienvenidas. Una tierra colorista, abierta, permeable, en la que poder ser y existir. Posiblemente la Huerta sea la culpable de que esa sensación se transmita cada vez que desde el alejamiento regreso a ella. La misma alegría que me embarga cuando me desplazo buscando el ascenso del Cabriel hasta Enguídanos me viene cuando emprendo el sentido inverso. Más allá de banderas, más acá de sentimientos, la simbiosis se realiza y en ella me siento dichoso. Jamás me he sentido extraño y dudo mucho que lo sienta alguna vez. Y no, no será necesario hacer gala externa de pertenencia cuando la verdad anida dentro.  Tanto me emociona un amanecer desde la Cruz, mirando hacia el Carro de Cabeza Moya, como el amanecer con el que la Malva-Rosa decide  despertarme. Dos realidades tan unidas que serían imposible concebir por sí solas. Tanto me emociona un atardecer en la Playeta como el que cubre la cúpula de Santa Catalina. Tanto me emociona un desfile fallero como una fiesta keltíbera. Sin duda soy un afortunado al saber disfrutar de estas dos posibilidades. Una me vio nacer y nada me reprocha por las largas ausencias. Otra me vio desarrollarme y oculta su disgusto cuando ve que me alejo. Ambas saben lo momentáneo de ambas circunstancias. Ambas saben que sin ellas caminaría a medias. Ambas saben que si una es la taza, la otra es el chocolate. Y entre ambas, yo, que soy o puede que sea, churro, me siento feliz. Una suerte, sin duda.         

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