Aquí mando yo
Solía ser el argumento de aquellos a los que les faltaban argumentos con
los que defender posturas. Es más, no se conocían posturas divergentes, y por
lo tanto la obediencia estaba enmarcada como principio y fin de cualquier discusión.
Daba lo mismo que fuese un mandamás sin la más mínima preparación, un cura que
seguía los designios de Dios, o un militar que exhibía galones a sus
subordinados. Aquí mando yo, y punto, solía ser el lema. Y a la chita callando
te quedaban dos opciones: o aceptar lo que no entendías, o revelarte ante ello.
Bueno, quizás también existía la tercera vía, la de la paciencia. Posiblemente,
no, seguramente, la disciplina de las sotanas acabaría en la brevedad de la
adolescencia y la obediencia a las charreteras concluiría con una cartilla
blanca de licenciatura en armas. Y así, viendo o sufriendo corduras y estupideces, con un poco de
suerte, te ibas formando una manera de ser. Para unos, tibia; para otros,
prudente; para ti mismo, irrenunciable. De modo que con el transcurso del
tiempo cuando la aparición de aquellos planteamientos resucitaba, ya sabías
cómo hacerles frente. Nada más ridículo para el
obcecado que encontrarse desnudo de argumentos frente al razonable. La intensidad
de la fuerza deja paso a la fuerza de las palabras y entonces todo su muro se
desvanece. Ni se les pasa por la cabeza cambiar de planteamiento no vaya a ser
que el otro tenga razón. Eso les haría dudar y con ello quedarían al aire sus
flaquezas y sus dudas. Perderían el puesto en el sitial que se les fue otorgado
y eso sí que no. Mejor echar la culpa al rival para que los propios sigan pensando
que un guía los lleva por el buen camino. Entonces es cuando la mejor opción es
sentarse en la cuneta un instante y ver pasar lo que no va a ninguna parte. Se
cansarán de sí mismos en cuanto recobren un mínimo de cordura y con un poco de
suerte aún estaremos a tiempo de darles la enhorabuena. Si por un casual la
masa nos lleva en volandas o las banderas nos voltean como judas de paja a los
que apalear siguiendo el rito de la Semana
Santa, nada habrá cambiado. Y cuando nada parece cambiar, a menudo se busca
maquillarlo para que sí parezca diferente. Cuestión de ver, más que mirar. Mientras
eso no lo tengamos interiorizado, el lema que abre este texto, seguirá vigente.
De poco servirá volver a lamentarlo cuando el ciclo de la vida nos lo vuelva a
traer al futuro presente.
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