La nutrición
Ha pasado de ser
una necesidad a convertirse en una religión. Por doquier pululan gurúes
expertos que vaticinan todo tipo de venturas a quienes sigan las reglas del equilibrio
energético y las tropecientas desventuras a quienes los ignoren. Se acabó la
permisividad de la gula, el pasaporte hacia el goce del buen yantar, el
delicioso paraíso de una mesa bien servida. Todo sea por la salud y la apolínea
forma. De modo que como lectura casi obligatoria todos los productos envasados
exhiben sobre los lomos de sus fundas la retahíla de aportaciones a las que te
verás sometido si decides caer en la tentación. Un dosier completo de bioquímica
a todas luces admonitorio sobre los males inminentes que acarreará la caída, la
derrota, la rendición, amenaza a quienes no sean portadores de un metabolismo
verdugo de toda acumulación de reservas. Poco importará si la genética se
empeña en hacer acto de presencia como alegato a los resultados finales. El
juicio está a punto de dictar su sentencia ante la mínima infracción de las
normas. El juez vigilante de la conciencia se encuentra ante el dilema de
mandar a tal o cual destino al reo que se atreva a saltarse las advertencias o
condonar duelos a quien las cumpla. La dieta, fiscal inmune a cualquier
recurso, dispondrá de todo tipo de argumentos para exhibir las consecuencias. Y
de nada servirá echar mano de menús ancestrales. La moda mandará y de cuando en
cuando dará la vuelta. Volverá a adorarse aquello que se repudiaba y vuelta a
empezar. La cuestión es marear la perdiz para que los perdigones no sepamos
bien qué camino seguir. Así que propongo la apropiación del lema wildeano y
dejar que las tentaciones se adueñen de nuestro paladar. Ya vendrá el virus
adecuado a hacernos constar los excesos y quizás la gastroenteritis tome
cumplida venganza. Habrá merecido la pena. Puede que el contrapeso más adecuado
sea el desgaste de lo demás ingerido y entonces tendremos la oportunidad de
vengarnos de todo aquello que supusimos dañino para nuestra salud. Con un poco
de suerte resistiremos los embates de un inminente infarto que nos aguarda al
sobrepasarnos las vueltas. Podremos tener la conciencia tranquila. Habremos cumplido fielmente con la norma que reclamaba
una vida hipersana y repetiremos a modo de mantra la lista de aportes que todo producto
lleva en sí. Sin duda, con un poco de
suerte, si el estrés no nos liquida antes, viviremos más tiempo. Si los años
añadidos son más tristes o no, casi mejor no lo pensemos. Seguro que
sobrepasados ampliamente ya ni nos acordamos del sabor pecaminoso que se nos
ofrecía y que a disgusto decidimos rechazar. Si no somos capaces de recordarlo,
poco importará, ni a nosotros, ni a nuestros cercanos. Me está llegando el
recuerdo de La
Grande Bouffe y desde luego merece la
pena plantearse un final parecido.
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