martes, 24 de octubre de 2017


La nutrición



Ha pasado de ser una necesidad a convertirse en una religión. Por doquier pululan gurúes expertos que vaticinan todo tipo de venturas a quienes sigan las reglas del equilibrio energético y las tropecientas desventuras a quienes los ignoren. Se acabó la permisividad de la gula, el pasaporte hacia el goce del buen yantar, el delicioso paraíso de una mesa bien servida. Todo sea por la salud y la apolínea forma. De modo que como lectura casi obligatoria todos los productos envasados exhiben sobre los lomos de sus fundas la retahíla de aportaciones a las que te verás sometido si decides caer en la tentación. Un dosier completo de bioquímica a todas luces admonitorio sobre los males inminentes que acarreará la caída, la derrota, la rendición, amenaza a quienes no sean portadores de un metabolismo verdugo de toda acumulación de reservas. Poco importará si la genética se empeña en hacer acto de presencia como alegato a los resultados finales. El juicio está a punto de dictar su sentencia ante la mínima infracción de las normas. El juez vigilante de la conciencia se encuentra ante el dilema de mandar a tal o cual destino al reo que se atreva a saltarse las advertencias o condonar duelos a quien las cumpla. La dieta, fiscal inmune a cualquier recurso, dispondrá de todo tipo de argumentos para exhibir las consecuencias. Y de nada servirá echar mano de menús ancestrales. La moda mandará y de cuando en cuando dará la vuelta. Volverá a adorarse aquello que se repudiaba y vuelta a empezar. La cuestión es marear la perdiz para que los perdigones no sepamos bien qué camino seguir. Así que propongo la apropiación del lema wildeano y dejar que las tentaciones se adueñen de nuestro paladar. Ya vendrá el virus adecuado a hacernos constar los excesos y quizás la gastroenteritis tome cumplida venganza. Habrá merecido la pena. Puede que el contrapeso más adecuado sea el desgaste de lo demás ingerido y entonces tendremos la oportunidad de vengarnos de todo aquello que supusimos dañino para nuestra salud. Con un poco de suerte resistiremos los embates de un inminente infarto que nos aguarda al sobrepasarnos las vueltas. Podremos tener la conciencia tranquila. Habremos  cumplido fielmente con la norma que reclamaba una vida hipersana y repetiremos a modo de mantra la lista de aportes que todo producto lleva en sí.  Sin duda, con un poco de suerte, si el estrés no nos liquida antes, viviremos más tiempo. Si los años añadidos son más tristes o no, casi mejor no lo pensemos. Seguro que sobrepasados ampliamente ya ni nos acordamos del sabor pecaminoso que se nos ofrecía y que a disgusto decidimos rechazar. Si no somos capaces de recordarlo, poco importará, ni a nosotros, ni a nuestros cercanos. Me está llegando el recuerdo de La Grande Bouffe  y desde luego merece la pena plantearse un final parecido.        

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