domingo, 29 de enero de 2017


Eloísa está debajo de un almendro



Sin duda era viernes, no recuerdo exactamente de qué mes, pero era viernes. Y como todos los viernes a través de la televisión en blanco y negro de los años setenta Estudio 1 se encargaba de traernos a los televidentes amantes de la escena el teatro. Aquel viernes el turno era para Jardiel Poncela y su obra “Eloísa está debajo de un almendro”. Allí no aparecían más alharacas que la nacida de la buena interpretación y absortos quedábamos contemplando el desarrollo de la comedia. Así, como de hurtadillas, el aficionado al teatro cubría sus intereses y semana a semana esperaba un nuevo estreno catódico. De modo que quizás fuese la añoranza, la admiración por la labor teatral, o el darle sentido a una noche de sábado, los que me llevasen a la platea del Principal. Con la puntualidad de los cinco minutos de retraso preceptivos, comenzó la obra. Y nada más abrirse la escena pensé para mí que algo no cuadraba. Unos actores acicalados con atuendos grises metálicos parecían salir de los escenarios callejeros en los que las estatuas vivientes cobran vida sobre las aceras. Que la mayoría luciera pantorrillas debajo de sus pantalones cortos no sabría si catalogarlo de licencia del encargado del vestuario o simple broma que no venía a cuento. Y a todo ello, como único decorado un ortoedro sobre cuyas aristas se prendían neones según el desarrollo de la obra quisiera ordenar truenos,  lluvias o sobresaltos. La obra, la magnífica comedia, quedaba diluida y por si algo faltase, el sonido parecía provenir de un cuarto de baño cerrado sobre el que alguien reverbera sus trinos en los azulejos.  Ellos, actrices y actores, a lo suyo, demostrando un saber hacer que siempre es de admirar y quiero pensar que echando de menos algo más de clasicismo en el atrezo. Sí, ya sé, posiblemente el argumento lo esté dejando de lado; por si alguien no lo ha disfrutado todavía, le recomiendo vivamente que lea la obra. Y digo bien, que la lea. O en todo caso que se asegure antes de ir a presenciarla de que se ajustará a la idea que don Enrique tuvo al componerla, no vaya a ser que la decepción de la puesta en escena consiga dejarte un regusto amargo al bajar el telón. Ah, y en cuanto a las risitas provenientes del patio de butacas, misericordia; casi siempre aparece alguien camuflado entre la multitud que a la más mínima ocasión que se le brinde, participa desde la simpleza. Todo el derecho le asiste, sin duda. Quizás si hubiese gozado de aquellas noches teatrales de viernes añejos, su nivel sería distinto, y a mejor.  

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