Eloísa está debajo de un almendro
Sin duda era viernes, no recuerdo exactamente de
qué mes, pero era viernes. Y como todos los viernes a través de la televisión
en blanco y negro de los años setenta Estudio 1 se encargaba de traernos a los
televidentes amantes de la escena el teatro. Aquel viernes el turno era para
Jardiel Poncela y su obra “Eloísa está debajo de un almendro”. Allí no aparecían
más alharacas que la nacida de la buena interpretación y absortos quedábamos contemplando
el desarrollo de la comedia. Así, como de hurtadillas, el aficionado al teatro
cubría sus intereses y semana a semana esperaba un nuevo estreno catódico. De
modo que quizás fuese la añoranza, la admiración por la labor teatral, o el
darle sentido a una noche de sábado, los que me llevasen a la platea del
Principal. Con la puntualidad de los cinco minutos de retraso preceptivos,
comenzó la obra. Y nada más abrirse la escena pensé para mí que algo no
cuadraba. Unos actores acicalados con atuendos grises metálicos parecían salir
de los escenarios callejeros en los que las estatuas vivientes cobran vida
sobre las aceras. Que la mayoría luciera pantorrillas debajo de sus pantalones
cortos no sabría si catalogarlo de licencia del encargado del vestuario o
simple broma que no venía a cuento. Y a todo ello, como único decorado un
ortoedro sobre cuyas aristas se prendían neones según el desarrollo de la obra
quisiera ordenar truenos, lluvias o
sobresaltos. La obra, la magnífica comedia, quedaba diluida y por si algo faltase,
el sonido parecía provenir de un cuarto de baño cerrado sobre el que alguien reverbera
sus trinos en los azulejos. Ellos,
actrices y actores, a lo suyo, demostrando un saber hacer que siempre es de
admirar y quiero pensar que echando de menos algo más de clasicismo en el atrezo.
Sí, ya sé, posiblemente el argumento lo esté dejando de lado; por si alguien no
lo ha disfrutado todavía, le recomiendo vivamente que lea la obra. Y digo bien,
que la lea. O en todo caso que se asegure antes de ir a presenciarla de que se
ajustará a la idea que don Enrique tuvo al componerla, no vaya a ser que la
decepción de la puesta en escena consiga dejarte un regusto amargo al bajar el
telón. Ah, y en cuanto a las risitas provenientes del patio de butacas,
misericordia; casi siempre aparece alguien camuflado entre la multitud que a la
más mínima ocasión que se le brinde, participa desde la simpleza. Todo el
derecho le asiste, sin duda. Quizás si hubiese gozado de aquellas noches teatrales
de viernes añejos, su nivel sería distinto, y a mejor.
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