Priscilla
La primera vez que tuve noción de la obra fue en
las proximidades del Soho londinense. Por la calle, una multitud de pelucas
rosas coronaban a sus portadores que enfundados en ajustadísimos suéteres y
mínimas minifaldas, acudían a las inmediaciones del teatro. Era como si Freddie
Mercury resucitase y pasase de nuevo su
aspiradora reclamando un "I Want to Break Free" a todos aquellos que transitábamos
frente al neón del reclamo. Pasó el tiempo, llegó la oportunidad y Madrid se
prestó a darle forma a semejante musical. Casi con el cocido recién ingerido
acudimos al teatro y el giro incesante de la bola cristalina empezaba a dar fe
de lo que nos esperaba. De buenas a primeras, sobre el escenario, el más puro
ritmo discotequero dándonos la bienvenida y cientos de pies acompasando a las
manos golpeaban los marcos de cada asiento. Allí se revivían los años que más
de uno pasamos tendidos sobre los acordes que tanto nos sonaban y remitían a la
añoranza. Entre número musical y bajadas de telón, quien más quien menos
intentaba recordar el título de la canción y el intérprete de la misma. Puro
goce que rejuvenecía a los pasos del boogie que tantas tardes y noches de
disfrute nos legó. El argumento de la obra era lo de menos. El hecho de que
tres amigos crucen el desierto de Australia en busca del hijo de uno de ellos
para confesarle algo que ya no recuerdo, carecía de importancia. Los avatares
propios de una travesía en autocaravana por el territorio de Tasmania
procuraban aportar algo de reposo al frenético ritmo de semejante colorido.
Plataformas sobre las que los pies ajustaban un equilibrio imposible dejaban
huellas en cada uno de los números y a
la reivindicación sexual se le unía el regusto amargo de no haberla conseguido
más allá de las lentejuelas permitidas desde el divertimento locuelo. Como si
el hecho propio de reclamo sintiese pudor de estar presente, un cierto sabor
agridulce supuraba hacia la platea e inmediatamente la música, siempre salvadora,
bruñía las lágrimas de tristeza y rizaba las pelucas de nuevo. Dos horas largas
de disfrute que más de uno debería hacer suyo para entender aquello que tantas
veces se nos escapa. Que el tiempo pasa, es una realidad incuestionable; pero
que gracias ello, si somos capaces de recorrer musicalmente un desierto llamado
“hoy” desde una caravana llamada “vida” nos entenderemos mejor y haremos que
los siguientes de la lista sepan de nuestros porqués. No será necesario
claudicar cuando extraigamos del salpicadero aquel soporte musical que tanto
habla de nosotros. Si decidimos ponernos pelucas rosas o no, eso ya, que cada
cual lo decida por sí mismo.
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