lunes, 30 de enero de 2017


Priscilla

La primera vez que tuve noción de la obra fue en las proximidades del Soho londinense. Por la calle, una multitud de pelucas rosas coronaban a sus portadores que enfundados en ajustadísimos suéteres y mínimas minifaldas, acudían a las inmediaciones del teatro. Era como si Freddie Mercury  resucitase y pasase de nuevo su aspiradora reclamando un  "I Want to Break Free" a todos aquellos que transitábamos frente al neón del reclamo. Pasó el tiempo, llegó la oportunidad y Madrid se prestó a darle forma a semejante musical. Casi con el cocido recién ingerido acudimos al teatro y el giro incesante de la bola cristalina empezaba a dar fe de lo que nos esperaba. De buenas a primeras, sobre el escenario, el más puro ritmo discotequero dándonos la bienvenida y cientos de pies acompasando a las manos golpeaban los marcos de cada asiento. Allí se revivían los años que más de uno pasamos tendidos sobre los acordes que tanto nos sonaban y remitían a la añoranza. Entre número musical y bajadas de telón, quien más quien menos intentaba recordar el título de la canción y el intérprete de la misma. Puro goce que rejuvenecía a los pasos del boogie que tantas tardes y noches de disfrute nos legó. El argumento de la obra era lo de menos. El hecho de que tres amigos crucen el desierto de Australia en busca del hijo de uno de ellos para confesarle algo que ya no recuerdo, carecía de importancia. Los avatares propios de una travesía en autocaravana por el territorio de Tasmania procuraban aportar algo de reposo al frenético ritmo de semejante colorido. Plataformas sobre las que los pies ajustaban un equilibrio imposible dejaban huellas en cada uno de los números  y a la reivindicación sexual se le unía el regusto amargo de no haberla conseguido más allá de las lentejuelas permitidas desde el divertimento locuelo. Como si el hecho propio de reclamo sintiese pudor de estar presente, un cierto sabor agridulce supuraba hacia la platea e inmediatamente la música, siempre salvadora, bruñía las lágrimas de tristeza y rizaba las pelucas de nuevo. Dos horas largas de disfrute que más de uno debería hacer suyo para entender aquello que tantas veces se nos escapa. Que el tiempo pasa, es una realidad incuestionable; pero que gracias ello, si somos capaces de recorrer musicalmente un desierto llamado “hoy” desde una caravana llamada “vida” nos entenderemos mejor y haremos que los siguientes de la lista sepan de nuestros porqués. No será necesario claudicar cuando extraigamos del salpicadero aquel soporte musical que tanto habla de nosotros. Si decidimos ponernos pelucas rosas o no, eso ya, que cada cual lo decida por sí mismo.

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