miércoles, 18 de enero de 2017


El conde Lucanor



Suelen tener los libros ejemplarizantes un plus añadido de aprobación por parte del lector. Es como si a raíz de manifestar un modelo a seguir, mediante su lectura y asimilación, el lector entendiese sin darse cuenta la moraleja buscada y con ella un aprendizaje. Y si se trata de ver cómo un miembro de la nobleza aprende los mecanismos para seguir en el púlpito, nuestro asombro se engrandece, por la gracia o no del divino. Da la sensación de que don Juan Manuel decidió a la hora de escribirlo sentar las bases de los límites establecidos en cada una de las castas sociales que le tocó vivir y disfrutar. Y para no pecar de presuntuoso, al propio conde se le asigna un ayuda de cámara, un brazo derecho, un maquiavélico ser indisimulado, que le va abriendo los ojos al maniqueísmo eterno. Lo más gracioso del asunto es que al acabar de leerlo, más de uno en su fuero interno, da validez y asimila en consecuencia ese modo de actuar. Con un mínimo de visión histórica podría perdonarse el hecho que supone haber sido concebida hace siglos. Con un máximo de visión histórica nadie sería capaz de perdonarse el estar de acuerdo con la prevalencia en los púlpitos de los de siempre. Poco importará pensar que las coronas ya no son lo que eran si ahora llevan trajes a rayas y sus palacios son los centros de poder en los últimos pisos de los rascacielos. Será más de lo mismo por mucho que el atuendo haya cambiado. Siempre aparecerá un correveidile que ejerza su papel a la sombra sin que caigamos en la cuenta de exigirle cuentas. Pasarán generaciones enteras por el escenario de las marionetas cuyos hilos se mueven en la sombra y seguiremos en las mismas. Los cincuenta capítulos de esta obra serán tan actuales como nuestra misma inacción o conformismo permita. Y en caso de que perciban por sus pies el más mínimo atisbo de lascas prendedoras de piras que les repudian, cambiarán de Patronio y todos contentos.  De modo que no perdáis la ocasión de releerlo si no lo hicisteis en las aulas o ya apenas lo recordáis. Hay cosas que nunca cambian y lo más triste del caso es que seguimos permitiendo que así suceda. La brevedad de la media centuria de ejemplos lleva una carga de profundidad lo suficientemente potente como para hacernos reflexionar y darnos cuenta de lo que somos y a quienes se lo debemos. Quizás al acabarlo notemos un latigazo en nuestra conciencia y aún estemos a tiempo de reescribirlo para generaciones futuras. Nunca está demás una puesta al día cuando el motivo así lo merece y urge.

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