El niño con el pijama de rayas
Pues eso, otra vez con lo mismo, otra vez con los
niños sufrientes como protagonistas, otra vez con la sensiblería presta al
derramamiento de lágrimas. Es evidente que toda novela, sea del subgénero que se quiera, puede parirse de modo
natural, por cesárea, con anestesia epidural…Pero cuando al poco tiempo de iniciar
su lectura empiezas a ver los moldes sobre la que está cocida, las dudas del
acierto en la elección se aferran a ti. Observas que un campo de concentración
nazi es poco menos que un parque de
atracciones para niños empijamados con estrellas de seis puntas sobre el pecho;
percibes que al otro lado de la valla, el más aburrido de los niños nibelungos
no sabe con qué distraerse; compruebas que el celo de los guardianes en la
custodia de los prisioneros desaparece cuando se trata de velar por la familia
del director de la cárcel; y presumes que el final va a ser el que al final es,
te preguntas por qué es necesario semejante parto. Se ha escrito tanto desde tantos puntos de
vista sobre el Holocausto Judío en la Segunda Guerra Mundial que reincidir sobre
la variante infantil dándole una pátina de sensiblería estúpida, está de más.
Viene a ti la similar versión cinematográfica en la que se proclama la belleza
de la vida y no sabes cuál de las dos similitudes es menos creíble. Repasas la
titánica lucha de los prisioneros en la construcción del túnel de escapada de
“La gran evasión” y el partido de fútbol
en “Evasión o victoria” y te das cuenta de que el tema siempre va cosido con
dobles pespuntes como si necesitase de más créditos. Así, y volviendo a las
púberes criaturas a ambos lados de las alambradas, no acabas de entender que
nadie sea capaz de reconocer a su propio vástago cuando un niño sefardí
suplanta su personalidad. No puedes ni imaginar la cara de imbécil que pondrá
el comandante cuando compruebe la
irremediable confusión que llevará a la cámara de gas o al crematorio a
su propio hijo. Todo dispuesto a la lágrima fácil y miles de preguntas sin
resolver quedan en el aire: ¿Quién dejó de vigilar al niño de esta parte del
cerco?; ¿quién dejó de repasar los espinos para evitar túneles por los que
escabullirse?; ¿quién dejó de fijarse en el aspecto de skin que tenía el
querubín con su cabeza rapada?; ¿nadie reparó en el código numérico del
antebrazo del niño cuando cambió de identidad?; ¿los perros guardianes se
distraían buscando huesos enterrados?; en resumen, una novela absolutamente
prescindible, como prescindible será, imagino, la versión cinéfila.
Sensiblerías basadas en el padecimiento infantil solamente conducen a camuflar
rúbricas de firmas mediocres. Pero, como siempre, para gustos, los
colores.
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