sábado, 7 de enero de 2017

El niño con el pijama de rayas


Pues eso, otra vez con lo mismo, otra vez con los niños sufrientes como protagonistas, otra vez con la sensiblería presta al derramamiento de lágrimas. Es evidente que toda novela, sea del subgénero      que se quiera, puede parirse de modo natural, por cesárea, con anestesia epidural…Pero cuando al poco tiempo de iniciar su lectura empiezas a ver los moldes sobre la que está cocida, las dudas del acierto en la elección se aferran a ti. Observas que un campo de concentración nazi  es poco menos que un parque de atracciones para niños empijamados con estrellas de seis puntas sobre el pecho; percibes que al otro lado de la valla, el más aburrido de los niños nibelungos no sabe con qué distraerse; compruebas que el celo de los guardianes en la custodia de los prisioneros desaparece cuando se trata de velar por la familia del director de la cárcel; y presumes que el final va a ser el que al final es, te preguntas por qué es necesario semejante parto.  Se ha escrito tanto desde tantos puntos de vista sobre el Holocausto Judío en la Segunda Guerra Mundial que reincidir sobre la variante infantil dándole una pátina de sensiblería estúpida, está de más. Viene a ti la similar versión cinematográfica en la que se proclama la belleza de la vida y no sabes cuál de las dos similitudes es menos creíble. Repasas la titánica lucha de los prisioneros en la construcción del túnel de escapada de “La gran evasión”  y el partido de fútbol en “Evasión o victoria” y te das cuenta de que el tema siempre va cosido con dobles pespuntes como si necesitase de más créditos. Así, y volviendo a las púberes criaturas a ambos lados de las alambradas, no acabas de entender que nadie sea capaz de reconocer a su propio vástago cuando un niño sefardí suplanta su personalidad. No puedes ni imaginar la cara de imbécil que pondrá el comandante cuando compruebe la   irremediable confusión que llevará a la cámara de gas o al crematorio a su propio hijo. Todo dispuesto a la lágrima fácil y miles de preguntas sin resolver quedan en el aire: ¿Quién dejó de vigilar al niño de esta parte del cerco?; ¿quién dejó de repasar los espinos para evitar túneles por los que escabullirse?; ¿quién dejó de fijarse en el aspecto de skin que tenía el querubín con su cabeza rapada?; ¿nadie reparó en el código numérico del antebrazo del niño cuando cambió de identidad?; ¿los perros guardianes se distraían buscando huesos enterrados?; en resumen, una novela absolutamente prescindible, como prescindible será, imagino, la versión cinéfila. Sensiblerías basadas en el padecimiento infantil solamente conducen a camuflar rúbricas de firmas mediocres. Pero, como siempre, para gustos, los colores.    

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