El oro de los dioses
Hace años, hace unos cuantos veranos, y de manos
de una amiga cercana, se me presentó la posibilidad de leer este libro. Lo
firmaba un tal Von Däniken, que entre otros oficios tenía a bien adjuntar el de
pastelero. Supongo que la inercia del fin de la canícula estival aceleró el
deseo y allá que me lancé. He de reconocer que el tema tenía cierta enjundia y
que en todo adolescente anida el deseo de desmontar el mundo transmitido por
los mayores. De modo que poco importaba
si lo que aseguraba este buen hombre era o no cierto ante el deseo de vivir una
aventura a cada renglón leído. Dijo haber sido espeleólogo por las entrañas de
Ecuador hacia una cueva en la que ciertas estatuas doradas compartían espacio
con tablillas metálicas. Inmediatamente dio por cierta la visita de los
alienígenas, obviamente, olvidadizos de lo que dejaban en semejantes nidos.
Aportó todo tipo de pruebas fotográficas y poco importaba la certidumbre de las
mismas. El hecho fundamental radicaba en dar crédito a lo que el maestro de los
bollos aseveraba. Una imaginación fuera de toda duda traspasando la frontera de
la tahona helvética para cocer a fuego lento semejante sarta de invenciones. Dijo
tener la certeza de haber visto al párroco próximo a la ciudad próxima a dicha
cueva acaparar dichos tesoros, bajo permiso y supervisión , eso sí, de la Santa
Sede. Aquí ya no sabía si sonreír, partirme la quijada o cerrar definitivamente
semejante bodrio. Pudo más la curiosidad y continué para ver hasta donde era
capaz de llegar semejante obrador. Dijo que una de las estatuas halladas
correspondía a un astronauta con traje espacial incluido y que su mano diestra
controlaba a la nave nodriza cuando le sobrevino el óbito. El tema iba cobrando
más y más tintes surrealistas y no era plan de quedarme a medias. De modo que
seguí a mi propio instinto curioso y llegué al final sin resolver el enigma de
la presencia o no de dichos visitantes extracelestiales. Pensé que algo no
acababa de entender cuando tal superventas era avalado por miles y miles de
lectores. Rumié mi ignorancia y por si no hubiese tenido bastante, al cabo de
un año, asistí al estreno. Sí, efectivamente, este genio descendiente de
Guillermo Tell, había logrado vender su obra como guión y una película salía a
darle vida. Al horror de la lectura se unió el lamento del visionado. Miré al
cielo que cubría aquel cine de verano y pedí en silencio alguna prueba a favor
de lo leído y visto. Nada de nada. El criccrac de las pipas se mezcló con el de
los grillos y salí con la plena certeza de la existencia de dichos
extraterrestres entre las sillas de plástico más cercanas. Y como yo, las
decenas de compañeros de gravas, cada vez que nos mirábamos a la cara al
abandonar aquel recinto, pensaban de igual modo. Aquellos que sigáis pensando
que existen y son pudorosos para manifestarse, leedla. Os entrarán unas ganas
repentinas de saborear un bizcocho, embadurnar una tostada con queso, abrir una
navaja de multiusos o agitar un cencerro como señal de bienvenida por si se les
ocurre volver. Los agnósticos, pasad de hojearlo u ojearlo y conformaos con
mirar hacia arriba para averiguar a qué vuelo pertenecen las luces que parpadean
en mitad de la noche.
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