miércoles, 18 de enero de 2017


El oro de los dioses

Hace años, hace unos cuantos veranos, y de manos de una amiga cercana, se me presentó la posibilidad de leer este libro. Lo firmaba un tal Von Däniken, que entre otros oficios tenía a bien adjuntar el de pastelero. Supongo que la inercia del fin de la canícula estival aceleró el deseo y allá que me lancé. He de reconocer que el tema tenía cierta enjundia y que en todo adolescente anida el deseo de desmontar el mundo transmitido por los mayores. De modo que  poco importaba si lo que aseguraba este buen hombre era o no cierto ante el deseo de vivir una aventura a cada renglón leído. Dijo haber sido espeleólogo por las entrañas de Ecuador hacia una cueva en la que ciertas estatuas doradas compartían espacio con tablillas metálicas. Inmediatamente dio por cierta la visita de los alienígenas, obviamente, olvidadizos de lo que dejaban en semejantes nidos. Aportó todo tipo de pruebas fotográficas y poco importaba la certidumbre de las mismas. El hecho fundamental radicaba en dar crédito a lo que el maestro de los bollos aseveraba. Una imaginación fuera de toda duda traspasando la frontera de la tahona helvética para cocer a fuego lento semejante sarta de invenciones. Dijo tener la certeza de haber visto al párroco próximo a la ciudad próxima a dicha cueva acaparar dichos tesoros, bajo permiso y supervisión , eso sí, de la Santa Sede. Aquí ya no sabía si sonreír, partirme la quijada o cerrar definitivamente semejante bodrio. Pudo más la curiosidad y continué para ver hasta donde era capaz de llegar semejante obrador. Dijo que una de las estatuas halladas correspondía a un astronauta con traje espacial incluido y que su mano diestra controlaba a la nave nodriza cuando le sobrevino el óbito. El tema iba cobrando más y más tintes surrealistas y no era plan de quedarme a medias. De modo que seguí a mi propio instinto curioso y llegué al final sin resolver el enigma de la presencia o no de dichos visitantes extracelestiales. Pensé que algo no acababa de entender cuando tal superventas era avalado por miles y miles de lectores. Rumié mi ignorancia y por si no hubiese tenido bastante, al cabo de un año, asistí al estreno. Sí, efectivamente, este genio descendiente de Guillermo Tell, había logrado vender su obra como guión y una película salía a darle vida. Al horror de la lectura se unió el lamento del visionado. Miré al cielo que cubría aquel cine de verano y pedí en silencio alguna prueba a favor de lo leído y visto. Nada de nada. El criccrac de las pipas se mezcló con el de los grillos y salí con la plena certeza de la existencia de dichos extraterrestres entre las sillas de plástico más cercanas. Y como yo, las decenas de compañeros de gravas, cada vez que nos mirábamos a la cara al abandonar aquel recinto, pensaban de igual modo. Aquellos que sigáis pensando que existen y son pudorosos para manifestarse, leedla. Os entrarán unas ganas repentinas de saborear un bizcocho, embadurnar una tostada con queso, abrir una navaja de multiusos o agitar un cencerro como señal de bienvenida por si se les ocurre volver. Los agnósticos, pasad de hojearlo u ojearlo y conformaos con mirar hacia arriba para averiguar a qué vuelo pertenecen las luces que parpadean en mitad de la noche.

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