Rebelión en la granja
Desde luego, Orwell, era un visionario, como el
tiempo nos ha ido demostrando. Y dentro del planteamiento a futuro que esta
novela saca al tapete, nada mejor que retomar el impagable uniforme de la
prosopopeya para darle a cada cual su merecido. Al más puro estilo fabulista,
como si de Samaniego o Iriarte se tratase, toma la pluma y empieza a diseñar
una sociedad desde el entorno campestre de una granja. Allí, hartos de la
explotación a la que se ven sometidos por su dueño, los animales se rebelan. Y
en su propia rebelión se van colocando los cimientos de una utopía que todos
aceptan, aplauden, vitorean y hacen viable. Un idílico entorno más propio de los
“Locus amoenus” de Horacio que siglos después retomase en sus églogas Garcilaso, y que en manos de Orwell renacen
en un principio como culminación de un sueño de libertad y paz. Todo desde el
más puro estilo hippie de la posguerra precursor del que años después vendría a
ponerse lisérgicamente de moda. La cuestión está en que una vez guillotinados a
los dueños, expulsados de sus dominios, repudiados definitivamente, los propios
animales empiezan a organizarse. Y prontamente las divergencias entre los
cabecillas saltan a la palestra. Uno, abogando por el férreo cumplimiento de un
credo que él mismo instaura y que mantiene con ayuda de corifeos y guardias
pretorianos que le sirven ciegamente. Otro desde el convencimiento de que los
derroteros por los que se va desarrollando el nuevo espacio de libertad no son
los soñados. Obviamente, este último es derrotado, expulsado, eliminado,
estigmatizado. Queda un único líder que con astucia sibilina sigue dando pasos
hacia su preponderancia y la de los semejantes y como contrapunto a los
interrogantes se alzan himnos y banderas que tienen por finalidad desenmascarar
a los divergentes. De modo que estos continúan aceptando todo aquello que jamás
pensaron que aceptarían y su penuria lleva la misma intensidad que la opulencia
de la clase dirigente. No es demasiado difícil al lector vestirse con la piel
del animal correspondiente en cada caso. Es más, yo diría que la resignación primigenia se convierte en un clamor de
rechazo a la “propia granja” en la que se ve a diario. Y lo más doloroso es
comprobar cómo incluso viendo que los desmanes se siguen repitiendo entre los
que mandan, gobiernan, dirigen, deciden, seguimos resignados a nuestra suerte.
Ya no sabemos si somos caballos trotones, gallinas ponedoras, o cualquier otra
especie sobreexplotada y muda. Cuando las siete leyes que dieron origen a la
primera constitución se nos modifican, las damos por válidas por habernos
negado el derecho a aprender a nosotros mismos. Lo que empezó como una fábula
más o menos divertida, empieza a buscar un epílogo dramático de nuestro guion
vital. Todo aquello que prometieron blanco ahora es negro, o gris, o azul, o
verde….y seguimos aceptándolo. Leedla si no lo habéis hecho ya. Leedla y si al
acabar de hacerlo os sigue pareciendo un cuento para los minutos previos a irse
a dormir, habréis comprendido lo que significa predicar en el desierto. Como
lema os quedará aquel que resume subrepticiamente los postulados iniciales por
un “Todos los animales somos iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
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